El Pozo de los Deseos


     Tanto Julia como Marcos miraban absortos la carretera camino del pueblo de los abuelos de Julia. Había silencio en el coche, ambos tenían mucho en qué pensar. Marcos había comentado a Julia que en la pequeña aldea lo iba a pasar muy bien, y además, allí había nada más y nada menos, que ¡un pozo de los deseos!

     Julia siempre había sido una chica muy escéptica. Ahora que había alcanzado la madurez intelectual de los diez años se sentía toda una erudita en el tema. ¿Pozo de los deseos? Realmente le encantaba visitar el pueblo de sus abuelos porque no cabía duda de que la gente tenía imaginación. Al fin y al cabo en aquel pueblecito no había siquiera un cine donde poder recrearse, con lo cual, pues ala, a  imaginar historias.

     Marcos era el padre de Julia. Él mismo le había contado a Julia como en aquel pequeño pueblo donde quería que ella se quedase a pasar el verano ocurrían cosas misteriosas. Lo decía convencido. Lo mismo le había ocurrido algo en el pasado aunque no se lo hubiese contado a Julia. Vete tú a saber.

     Ambos llevaban en el pueblo sólo unas horas. Marcos debía realizar un importante viaje de negocios y no podía dejar sola a Julia y tampoco llevarla con él. No podía ir a trabajar y llevarse a la pequeña. Horas de reuniones eran un importante obstáculo. No le gustaba separarse de ella. Sobre todo ahora. Ahora que estaban los dos solos. Nuria, la madre de Julia había muerto hacía unos meses. Un trágico día se había levantado, como cada día había tomado un rápido café con Marcos, un beso a su pequeña que aún dormía, unos rápidos consejos a María, la canguro, una sonrisa y un beso al aire dirigido a Marcos a través de la ventana de la cocina… Al cabo de unas horas llamaron del Hospital. Nuria había sufrido un accidente de coche y no había sobrevivido. La persona que conducía el otro coche era otra madre como ella que iba intentando sujetar bien el cinturón a su pequeño y no la había visto cruzar la calle. En cuestión de segundos el mundo de Marcos y Julia quedó roto y vacío de una forma sobrecogedora y dolorosa.

     Julia no había hablado prácticamente desde que había ocurrido el accidente. Ya tenía edad para saber lo que era la muerte, pero no desde luego para entenderla. ¿Quién la entiende? Marcos estaba destrozado. Estaba locamente enamorado de Nuria. Llevaban juntos casi quince años. Tenían broncas, como todos, discutían y no opinaban lo mismo de todo, eso era en parte lo divertido de la situación. Pero cada día, cada noche, compartían la vida, lo que les ocurría en ella, y sobre todo el amor a su hija y el que ellos mismos se procesaban.

     Marcos era una persona agradable en su carácter pero a la vez enérgico. Todo tenía un lado malo que Nuria se encargaba de suavizar. Ella le hacía un poco de abogado del diablo e intentaba que viese las cosas de otra forma. Al final, a Marcos se le pasaba el sofocón, y terminaba riendo con sus dos mujeres viendo cualquier película o simplemente jugando a algún juego de mesa. Podría decirse que eran una familia feliz.

     Con todos estos acontecimientos fue como Marcos se alejó de todo gradualmente. En su trabajo entendían sus circunstancias pero las cosas no estaban para asistir al trabajo un día si, otro no, al otro tampoco… Marcos tenía que volver a la realidad y seguir adelante o terminaría muriendo él también aunque sólo fuese de forma social.
     Julia sólo podía guardar una pregunta con ella que la atosigaba y la marcaba cada día. No era ya sólo el por qué había ocurrido eso a su madre. Era una sensación rara que notaba en la boca del estómago y se le extendía al pecho y una especie de zumbido en la cabeza. Sentía que los nervios la inundaban y quería golpearlo todo. Tenía unas ganas horribles de saber quién había matado a su madre, sentía un odio profundo hacia esa persona. Nadie le había dicho si era hombre o mujer, le daba igual, para ella era sólo un monstruo sin escusa que había entrado sin permiso en sus vidas y la había destrozado. Como si no fuese suficiente se había llevado a su madre y le había dejado a otro padre diferente al suyo, tal vez con el mismo cuerpo, pero no era desde luego el padre que ella conocía.

     Por todo esto, cuando a Marcos le dieron un ultimátum en el trabajo no tuvo más remedio que aceptar. Su empresa era pequeña y no tenía más remedio que cumplir los plazos o terminaría también parado y sin tener con qué alimentar a Julia. Llamó a los padres de Nuria que vivían en una pequeñita aldea internada en el bosque y les pidió ayuda. Le costaba trabajo pedir ayuda a los demás, pero no tenía otra alternativa. Inmediatamente la pareja en cuestión se ofrecieron para cuidar de la pequeña Julia. Para ellos sería una bendición tener por allí a una pequeña réplica de su desaparecida hija.

     Habían visitado multitud de veces a los abuelos, pero claro, Julia era muy pequeña y estaba demasiado ocupada jugando y correteando libre como el viento por aquel lugar maravilloso en el que apenas había tráfico como para entretenerse en escuchar historias. A pesar de todo lo maravilloso que le hubiese parecido el lugar en el pasado, siempre lo había visitado junto a su madre. La idea de quedarse a solas con sus abuelos no le agradaba demasiado. Ahora quería y exigía el pleno dominio de su padre. Era el único que le aplacaba un poco ese fuego que llevaba dentro al que no sabía poner nombre pero que la estaba quemando poco a poco.

     De esta forma, tanto Marcos como Julia llegaron al pueblo. Demasiados recuerdos. Aquello fue demasiado para Marcos que tuvo que pasar el resto del día en la habitación en la que habían dormido los tres cuando iban a visitar a los abuelos en Navidad.

     Pero Julia era distinta. Tenía el regalo de los diez años. Es decir, aunque sintiera dolor, y además éste le estuviera permitido, la curiosidad le podía y observaba de reojo. Se salió al exterior a un pequeño porche que tenían sus abuelos con las típicas mecedoras de madera. Primero lloró en silencio. Cuántas veces su madre la había acunado en aquellas mecedoras. Luego se sentó simplemente a observar y entonces escuchó jaleo. Parecían risas de niños, carreras, juegos…

-¿Quién eres? -le preguntó de pronto uno de los chicos que la vio y se le acercó. Era rubio y tenía muchas pecas, podía ser algo más pequeño que Julia.
- Soy Julia.
-¿Eres la rara? -le preguntó otro chico un poco mayor que se acercaba también a conocerla. Ambos se parecían mucho, probablemente fuesen hermanos.
- No sé si soy rara. No tengo ganas de hablar -contestó Julia.

 Apoyada en un árbol y sonriendo había una niña de más o menos su edad que se acercó a ella de forma amistosa.
- Hola Julia. Soy Rosa. Mis hermanos son un poquito pesados, la verdad. Vivimos por aquí cerca. Nos encanta este sitio. ¿Por qué estás tan triste?
- Mi madre murió hace poco y tengo que pasar el verano con mis abuelos. No entiendo nada y cada vez soporto menos a los mayores.
- Ya veo. Pues… puedes jugar con nosotros cada vez que quieras -la intentó animar un poco Rosa-. ¿Verdad chicos?
- Claro que sí -contestó el pequeño.
- Verás Julia. Estos son mis hermanos, Raúl, el pequeño y Tomás el mayor. Nosotros jugamos mucho por aquí. Nos encanta jugar cerca del pozo de los deseos. La gente mayor es tonta ¿sabes? Llegan con monedas y las arrojan al pozo y les piden toda clase de cosas. Nosotros nos escondemos entre los árboles y escuchamos algunas peticiones. Son tronchantes. Ya verás.
- Eso se llama espiar a la gente -comentó Julia.
- No -dijo Rosa con su amplia sonrisa-, eso se llama jugar y sobrevivir en un pueblecito tan pequeño.

     Ciertamente Julia no quería admitirlo pero esos chicos le caían bien. Además, iban despreocupados. Ropa cómoda, algo sucia de estar por ahí jugando, pero se les veía risueños y felices. Posiblemente tuviesen padre y madre. No como ella. De nuevo la tristeza llegó. Y de nuevo ese sufrimiento raro.

-¡Julia! –su padre salió a buscarla-. ¿Quiénes sois vosotros?
-¡Amigos de su hija, señor! –contestó rápidamente Rosa. Era sin duda la más rápida de los tres.
-Vaya. Qué rapidez tenéis los jóvenes. Julia, por favor, acompáñame, ya jugarás mañana con tus amigos.
-¿Tiene prisa señor? -preguntó la insistente Rosa.
-Una poca… -Marcos observó a la pequeña. Le recordaba a alguien pero no estaba seguro de a quién… color miel en el pelo, esas pecas difuminadas, sus ojos marrones y limpios, como si jamás hubiesen visto nada malo… ¡señor! Se estaba volviendo loco. Esa pobre niña le estaba recordando a su mujer. Debía marcharse pronto de aquel lugar con sus millones de recuerdos o terminaría volviéndose loco.
-No debería tener tanta prisa señor. A veces hay que vivir cada momento

Marcos no daba crédito a sus oídos. Una pequeñaza de ¿8 o 9 años? Pues estaba dándole un consejo de una anciana de 70.
-Bueno pequeña, es complicado. Puedes quedarte un poco más si quieres Julia, pero por favor, no tardes.
-Gracias señor -Rosa soltó una carcajada y de nuevo Marcos la miró absorto. Era increíble cómo aquella chiquilla le recordaba a su mujer. Debía descansar algo más.

Marcos se marchó al día siguiente. Llamaba a su hija todas las noches para desearle felices sueños. Le preguntaba que tal el día y esas cosas. Pero Julia se mostraba ausente. Sus abuelos eran maravillosas personas pero no podían sacarla de su ensimismamiento.

     Una mañana los chicos empezaron a tirar pequeños guijarros contra la ventana de Julia. Ya eran buenos amigos. Al menos, salían juntos a correr y saltar. Sinceramente Julia tenía mejor aspecto y parecía comer mejor. Esa mañana Rosa le propuso ir a un sitio especial. El famoso Pozo de los Deseos.

-No me apetece ir Rosa. Prefiero correr por aquí. No quiero internarme en el bosque.
-Está cerca gallina. Y lo vas a pasar bien. Venga, por fa, hazlo por nosotros.

Y de esta manera fue como Julia visitó por primera vez el pozo. Enfilaron por un sendero que había en el bosque y se encontraron el famoso pozo muy cerca, mucho más cerca de lo que creía Julia. Es más, estaba prácticamente dentro del terreno de la finca de sus abuelos. Ella ya les había preguntado por el pozo pero se mantuvieron un poco misteriosos al respecto.

     Y allí estaba. Entre arbustos y hermosas flores de colores se veía el brocal de un pozo. Estaba un poco derruido por uno de sus lados pero en general se encontraba en bastante buen estado. Eso sí, el brocal era muy alto  y se apreciaba perfectamente que las últimas hileras eran nuevas. Medidas de seguridad o algo así, lo había catalogado Rosa.

     Los niños corrieron a esconderse entre los árboles más frondosos y se quedaron allí un rato viendo como la gente llegaba. Primero fue Adela, la molinera. Una joven hermosa y robusta que arrojó una moneda al pozo mientras deseaba en voz alta para regocijo de los niños un novio. Luego llegó Tobías, el cartero. Éste fue más pausado. También repitió la operación. Miró a todos lados como para cerciorarse de que no había nadie en los alrededores, acto seguido se dio la vuelta y arrojó la moneda al pozo mientras deseaba un coche nuevo, al parecer el suyo estaba para el desguace. Luego, Maite, la pescadera. Ésta quería un juego de cuchillos nuevo. En fin… todo un conjunto de peticiones. Los niños partidos de risa observaban día tras día las distintas peticiones, si bien hay que admitir que tal vez alguien supiese divertido que estaban allí, como el día en que el abuelo de Julia llegó y tiró una moneda deseando que esa noche su nieta llegase a cenar más temprano, y tras la petición guiñó un ojo al bosque. Vete tú a saber.

     Hasta que una noche ocurrió algo. Julia estaba dormida. Como cada noche soñó con su madre. Se encontraba en un sueño profundo donde se veía caminando hacia el pozo, pero esta vez, en lugar de esconderse ella lanzaba una moneda y pedía un deseo. Pedía que le devolviesen a su madre. Que el tiempo volviese atrás. Que aquel dolor que experimentaba se fuese. Que el culpable pagase. Que su padre regresara. Deseo, deseo, deseo. Y despertó, en mitad de la noche. Empapada en sudor y con una fuerte convicción.

     De esta guisa se levantó y con cuidado se puso los zapatos que había colocado a los pies de la cama y ni corta ni perezosa se dirigió a la cocina con cuidado de no despertar a los abuelos. Tomó una linterna y se dirigió al pozo. A estas horas nadie la vería ni la escucharía. Qué locura. Ella no creía en estas cosas. Sorprendida vio que el camino que se dirigía al pozo estaba tenuemente iluminado y no tuvo ningún problema en llegar hasta él. Por supuesto no había nadie cerca.

     Se acercó al brocal y acarició y luego besó una concha marina blanca, realmente bonita que su madre y ella habían recogido en la playa el verano anterior. ¡Qué lejos estaba el verano anterior! No tenía monedas, pero lo intentaría con aquella concha que le recordaba intensamente a su madre. Se dio la vuelta y deseó con todas sus fuerzas todo lo que había soñado que pediría al pozo. Lo gritó a viva voz, tal y como había visto hacer a las gentes de la aldea y luego en voz muy baja y con lágrimas en los ojos suplicó que todo volviese a ser como antes.

     Por supuesto no ocurrió nada salvo tal vez que le pareció ver a alguien corriendo entre los árboles. Alguien pequeño. ¡Qué vergüenza! Estaba segura de que la habían visto. Y total, para nada.

     A la mañana siguiente se levantó y como siempre se encontró con sus amigos esperándola. Este día los planes eran diferentes y fueron al pueblo a comprar unos helados. Así que tomaron el camino hacia la aldea que estaba muy cerquita. Al llegar encontraron un gran revuelo. Un señor que venía de la ciudad había tenido un problema con su vehículo y había chocado contra una esquina de la pescadería. ¡La que se había armado! Resultó ser un representante de una famosa marca de cuchillos alemanes. En compensación por el golpe además del seguro entregó a la pescadera una muestra de sus productos por si estaba interesada. El mecánico le informó de que su coche necesitaba varios arreglos y el forastero le indicó que tenía pensado cambiarlo de todas formas.

- Es una lástima -le comentó el mecánico-. Con pocos arreglos estará como nuevo. ¿Estaría interesado en venderlo?
- ¿Por qué no? -le contestó este señor–. Si a alguien le interesa.

     Y así es como Tobías el cartero que pasaba por allí se puso manos a la obra y firmó un acuerdo tras hablar con este señor y el mecánico. Se quedó con el coche, que estaba prácticamente nuevo. Y ofreció a la vez alojamiento al forastero que curiosamente iba a visitar a unos familiares de camino a la ciudad. Tenía interés porque la gente del pueblo se veía muy maja y se quedaría unos días. Por supuesto ni que decir tiene que a la vez que decía que se quedaba observaba como una mujer hermosísima paseaba por la calle cargada de harina en unos cestos que parecían pesados y decidió ayudarla. La joven era molinera. Casualidades de la vida.

     La pequeña Julia observaba como poco a poco en efecto dominó parecía que el pueblo se confabulaba con el destino y con el pozo o vete tú a saber. Porque realmente a ella no le habían devuelto a su madre. En esto que el forastero se acercó a ella antes de continuar con la ayuda a la molinera.

-Perdona pequeña. ¿Tú eres de por aquí? Verás, voy a alojarme unos días en el pueblo pero necesito encontrar a una familia. Creo que son dos ancianos, eran padres de una joven que se llamaba Nuria.

La pequeña quedó algo conmocionada ante la pregunta.

-¿Por qué desea saberlo señor?
-Es complicado pequeña. Necesito hablar con ellos urgentemente.

Sin entender muy bien la razón, guió a aquel señor hasta la casa de sus abuelos tras dejar atrás el molino. Éste llegó y se presentó como Manuel Vereda, hermano de Antonia.

-Verán, no conocen a mi hermana. He intentado ponerme en contacto varias veces con el señor Marcos Rubiales, esposo de la pobre Nuria. Pero al parecer está de viaje. Sé que lo que voy a contarles no tiene porqué interesarles pero quiero que sepan que mi hermana Antonia conducía el coche que por desgracia atropelló a su hija. En el asiento trasero iban mis sobrinos. El pequeño sólo tenía seis meses el día del accidente. Su hermana jugando le desabrochó la correa de seguridad de su silla. Ella al verlo intentó abrocharle porque a su edad no se sostiene y corría peligro. Intentó aparcar el coche a un lado pero el mismo tráfico no se lo permitió. Cuando se giró para abrochar al pequeño notó el golpe. Desde entonces prácticamente no come, no duerme, y no ha vuelto a coger en brazos a su pequeño ni a jugar con el mayor. Está muerta en vida. Sé que no tengo derecho pero quería pediros por favor que os pusierais en contacto con ella. Fue un trágico accidente y jamás podrá remediarse lo ocurrido, pero fue todo como consecuencia indirecta de una niña de tres años. La vida de su hija no puede volver, pero me temo que dentro de poco también perderé a mi hermana. Su marido y sus hijos la han perdido ya.

Al oír esto la pequeña Julia salió corriendo al pozo desesperada, llorando. Las palabras de aquel hombre habían calado dentro de ella. Esperaba que sus abuelos no hiciesen nada. Aquella mujer había matado a su madre. Llegó al pozo y se apoyó en él llorando. Al colocar la palma de la mano en el suelo se pinchó con algo. Cuando lo recogió vio que era la concha que había arrojado la noche anterior. Sorprendida la recogió y vio a Rosa frente a ella, sonriendo como siempre.

-¿Qué te pasa amiga?
- Rosa, ella me quitó a mi mama. No tiene derecho a nada
- Ella no fue Julia. Fue la mala suerte, el destino, vete tú a saber. Ella sólo intentó salvar a su hijo. ¿No habría hecho tu madre lo mismo por ti?
- Tal vez. Estoy muy confundida. Y… ¿por qué está la concha aquí? Anoche la eché al pozo.
- Lo sé tesoro. Te vi. Vigilaba tu sueño y te atraje aquí. Quería que creyeses de nuevo en algo. Quería que te dieras cuenta de que a veces las cosas pasan sin más, pero hay que intentar continuar. Hoy por ejemplo la gente del pueblo cree que el pozo ha cumplido su misión. No es así.  Todo ha sido una casualidad, o no. Pero tú, cariño, no tiraste una moneda. Tiraste un vínculo con tu madre. Y pediste con el corazón. Y el pozo te escuchó. Te da la oportunidad de entender y perdonar.

     En ese momento Julia sintió como una especie de paz por dentro. Rosa tenía razón. Iría y le diría a aquel señor que ella misma hablaría con su hermana. Le costaría trabajo pero su madre lo habría querido así. Llamaría a su padre de inmediato y le pediría que la acompañase. Era tiempo de perdonar.

  Nada más pensarlo miró a Rosa y le preguntó:

-¿Cómo que vigilabas mi sueño? ¿Cómo sabes todo eso?
-Porque tu primer deseo, cariño mío, fue el primero en cumplirse. Tu madre no se ha ido. Está contigo, en tu corazón. Y jamás se irá mientras la recuerdes con amor. No llenes tu corazón por más tiempo de dolor. Llénalo de tus recuerdos hermosos hacia ella.

Dicho esto se acercó y la besó en la frente muy cariñosamente. Julia se abrazó a ella llorando, emocionada. Rosa era la mejor amiga que nunca había tenido. Y era tan lista…

Al llegar a la cabaña estaba distinta. Radiante. Feliz. Contó su decisión a todos y sus abuelos se sintieron muy orgullosos de ella. Cuando su abuela le preguntó qué le había hecho tomar esa decisión, ella le comentó que había sido gracias a Rosa.

-¿A quien? –le preguntó su abuela-. Cariño, todos estos días te hemos visto salir sola a jugar. Pensamos que necesitabas inventarte amigos e hicimos la vista gorda, pero tú has estado todo el tiempo jugando sola.

Fue entonces cuando Julia vio la fotografía sobre la repisa de la chimenea.  ¿Había estado allí desde el principio? Jamás la había visto hasta ahora.

-Abuela, ¿de quién es esa fotografía?
-¡Ah! ¡Era una sorpresa para ti! Es una antigua foto de tu madre jugando en el patio trasero con tus tíos. ¿A que se parece mucho a ti?


    Julia observó anonadada la fotografía. En ella se veían a sus amigos, a los dos pequeños revoltosos, compañeros de juegos de aquel verano, y a Rosa. Por eso se sentía tan cercana a ella y tan a gusto con ella. Rosa era… su madre. 



Violeta

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