El Amor

     Algunos creen que para vivir bellas historias de amor han de viajar a lugares exóticos o extraordinarios. Visitar París, La Toscana, Grecia o la India, pero por suerte, todos sabemos que el amor está o puede estar en cualquier parte, incluso, muy, muy, muy cerquita de ti.


     Esta es la historia de Inés, una mujer joven de treinta y dos años que vivía en una granja en las afueras de un pequeño pueblo agrícola. Inés vivía en esta granja con sus padres, Germán y Ana, con su hermana Nuria y con Alfonso, el capataz de la finca.

     Soñaba con visitar bellos lugares, tenía fantasías con viajar y enamorarse de un hombre apuesto y galante que le hiciese perder la cabeza. Pero Inés estaba sola. A veces tenía la tentación de mirarse al espejo y preguntar a su imagen qué era lo que le faltaba, pero en este caso, sería una tontería, pues qué más daba lo guapa o fea que pudiese verse si el problema radicaba en que no recordaba quién era.

     Un par de años antes, había sufrido un accidente de coche. Por suerte, no había sufrido daños demasiados graves, rasguños, un par de costillas rotas y poco más. Sin embargo, sí hubo una consecuencia grave del incidente y es que Inés se llevó un fuerte golpe y quedó inconsciente en el interior del vehículo.

     Consiguieron sacarla de éste antes de que se prendiese en llamas, con lo cual Inés estaba muy agradecida de estar viva, pero su amnesia la obsesionaba. Por más que intentaba recordar no conseguía ver más que simples fragmentos diminutos de su existencia, y en casi todos era aún una niña.

     Sus padres no querían darle muchas explicaciones pues los médicos que la habían atendido le habían recomendado que intentase recordar poco a poco, sin prisa. A veces, se sentaba durante horas con los álbumes de fotos que había en la casa e intentaba recordar y asimilar aquellas imágenes con la que había sido su vida.

     Como para pensar en enamorarse. A veces se imaginaba teniendo una conversación seria con un hombre que no fuese Alfonso, el capataz, que conocía el problema que sufría. Se imaginaba la típica conversación de “¿estudias o trabajas”, y la lógica respuesta: Pss, No me acuerdo.

     Alfonso a veces se sentaba con ella en el porche e intentaba animarla contándole historias graciosas y anécdotas que le habían ocurrido en el Instituto. Inés tenía ganas de gritarle y decirle que se guardase sus recuerdos para él, pero luego, lo pensaba mejor. Alfonso le había dicho que tenía treinta y ocho años. No era un hombre especialmente atractivo, pero sí tenía algo especial para ella.

     Inés se escondía por su falta de recuerdos, Alfonso se escondía porque tenía cicatrices muy feas en uno de sus brazos, en la espalda y en la mitad de su cara.

     A veces, Inés solía mirarle sin que él se diese cuenta. Alfonso era un hombre sensible, encantador, muy atento, y además, era guapo. Tal vez no como los cánones de belleza que se pueden tener habitualmente, tenía una cicatriz que le cruzaba casi la mitad de la cara. Pero… en sus ojos había tanta luz, y contaba unas historias tan bellas, que a veces Inés soñaba con ser la protagonista de aquellas historias que él contaba.

     Por su parte, Alfonso pasaba todo el tiempo que podía junto a Inés. Le gustaba, en general. Era una mujer muy dulce, simpática, alegre… bueno, fue alegre y simpática antes de aquél maldito accidente de coche. Inés contaba los mejores chistes que él había oído en su vida, y sus cuentos, sus historias, eran geniales. Ella siempre tenía historias nuevas que contar a los chicos de un orfanato que había cerca de la granja.

     Pero claro, todo antes del accidente. Después, la joven perdió sus recuerdos, sus historias, sus sueños, y su antigua forma de ser. Intentaba reír, intentaba soñar, pero estaba tan obsesionada con recordar, que se olvidaba de vivir.

     Así había transcurrido todo desde el accidente. Días, semanas, meses y casi dos años ya.

     Había días en que Inés se levantaba furiosa y se volvía muy antipática con todos, incluido Alfonso. Una mañana, se levantó especialmente irascible. Estaba de tan mal humor que se enfadó mucho y golpeó con el puño un espejo que había en su habitación. Se hizo cortes en las manos y en el antebrazo y Nuria y Alfonso la llevaron de inmediato al hospital.

-¿Por qué te haces esto Inés?- le preguntó Alfonso.
-¡Déjame en paz! ¡Tú no eres nadie para hablarme así!- le gritó furiosa.
-No debes hablar así a Alfonso. Es como de la familia y siempre te está ayudando- la recriminó Nuria.
-Estoy cansada. Cansada de no recordar nada, quiero recordar, sentir, quiero salir al mundo y enamorarme. ¡Estoy harta de vivir así! ¡Quiero sentir! –lloraba Inés.
-¿Y qué te impide hacerlo?- le preguntaba Nuria.
-¡Todo!
-Mírame a mí Inés. – le dijo Alfonso- mira mi rostro. Y ni siquiera has visto como está el resto de mi cuerpo, pero me levanto cada día y continúo viviendo. Tú sólo te dedicas a autocompadecerte.
-¡No tienes derecho a hablarme así!
-Tienes razón, no tengo derecho, pero lo hago, porque me considero tu amigo y me importa lo que te pase, a mí, a tu hermana, a tus padres, y tú sólo te preocupas de tu ombligo.
-¡Bájame aquí mismo! ¡No pienso seguir escuchándote!
-Será un placer.

Alfonso pegó un frenazo en seco y en ese instante Inés se quedó durante unos momentos en blanco. Como un flash revivió una imagen acontecida dos años antes, en el interior de un coche que también frenó de golpe.

Su cara mostró tal dolor que Alfonso se arrepintió de inmediato de haberle gritado.
-¿Inés?- le preguntó preocupado.
-¿Estás bien? – le preguntó Nuria.
-Sí. Estoy bien.

Inés no quiso contarles que había tenido un breve recuerdo de aquel día. Pero sí sintió vergüenza de cómo le había hablado a Alfonso y cómo pasaba los días metida en sí misma. Pensó en sus padres y en su hermana y se dio cuenta de que Alfonso tenía razón.

-Alfonso, lo siento, a veces soy un poco imbécil.
-No. Perdona tú, no debo meterme en tus cosas.

A pesar de las disculpas de ambos, Inés notó una inflexión en la voz de Alfonso que le dolió. No sabía bien por qué, imaginaba que porque al fin y al cabo, él le dedicaba muchísimos momentos de su vida. Es más, ahora que caía en la cuenta, se percató de que desde que tenía memoria, él siempre intentaba ayudarla, era amable, la hacía reír, y jamás se quejaba, ni siquiera cuando el tiempo cambiaba y hacía muecas de dolor en la espalda, jamás ella lo escuchó quejarse.

De pronto se sintió cansada, egoísta e inútil.

-Por favor Alfonso, ¿puedes llevarme a casa?
-Inés, de veras, no pasa nada por lo de antes, vamos al hospital y cuando te curen ese brazo volveremos a casa. ¿De acuerdo?

Algo en ése “volveremos a casa” hizo que ya no le importase ir al hospital. Así que le sonrió a Alfonso y asintió con la cabeza. Mientras Nuria miraba a uno y otro y una enorme emoción crecía en su interior.

     En el hospital le dieron unos puntos de sutura y le hicieron prometer que volvería a la semana. Después, Alfonso les ofreció a ambas hermanas tomar un helado, y por primera vez en dos años, Inés asintió de buena gana. El heladero era un joven muy guapo, alto, y con una sonrisa que parecía estar anunciando una pasta dentífrica. Casi automáticamente, al ver a Inés, empezó a coquetear con ella. Al principio, Inés se sintió gratamente sorprendida, gratificada. Pero luego, casi sin darse cuenta comenzó a compararlo con Alfonso, y… Alfonso ganaba. Es más, si se paraba a pensarlo, cuando más animada estaba era cuando estaba con él, cuando algo le dolía o la perturbaba, se lo contaba a él, cuando tenía ganas de reír o incluso de llorar, acudía a él. Siempre estaba ahí para ella.

     Cuando llegó a casa se refugió en su habitación y comenzó a pensar hasta que la cabeza comenzó a dolerle. Pero esta vez era distinto, no intentaba recordar lo ocurrido antes del accidente, sino lo ocurrido después. Empezó a visualizar mentalmente la cantidad de veces que se había mostrado malhumorada, enfadada, difícil, y como siempre Alfonso había estado ahí, junto a ella.

     Un nuevo sentimiento empezó a cobrar vida en su interior. ¿Sería posible que Alfonso pudiese ser para ella algo más que un amigo? La idea cada vez le agradaba más. Es cierto que tenía cicatrices por todos lados, pero ¿y qué? Lo importante es el interior, y el de él era maravilloso.

     Ya no le importaba tanto el pasado. Empezaba a soñar con un futuro.

     Al día siguiente se levantó decidida y de muy buen humor. Así que escribió una carta muy especial. Era trece de febrero, víspera del día de San Valentín. Tal vez era muy osado, pero escribió una carta de amor. Una carta en la que contaba a Alfonso lo mucho que él significaba para ella y donde le proponía intentar una relación juntos. Le hablaba de los sentimientos que él le despertaba, de que se había dado cuenta de que su ilusión máxima al levantarse era ir a escuchar sus historias y sus bromas. De cómo él la hacía ruborizarse con sus piropos.

     Le propuso conocerse, poco a poco. Darse una oportunidad, vivir un presente y un futuro. Y cuando hubo terminado de expresar todo lo que tenía dentro, la envolvió en un bonito paquete y le pidió a Nuria que fuese al pueblo por ella y enviase ese paquete urgentemente.  Por supuesto, Nuria quedó sorprendida al ver la dirección escrita, pero Inés le rogó que no hiciese preguntas y la dejase continuar con su locura.  Su mayor ilusión era que el paquete llegase a manos de Alfonso el día siguiente, San Valentín.

     Conforme los minutos iban transcurriendo, Inés estaba más y más nerviosa, hasta el punto de pensar que tal vez se había equivocado. ¿Y si Alfonso le decía que sí por pena? ¿Y sí él la aceptaba porque pensase que no tendría otra oportunidad con otras mujeres? ¿Y sí…?

     La mañana del día de San Valentín la consumían la duda y los nervios, necesitaba aislarse un poco de todo. Cogió su bicicleta y se dirigió sin rumbo fijo. Paseando se topó con un lugar hermoso que no había visto antes. Era una gran casa antigua y en ella se escuchaba ruido de niños. De pronto, una pelota se cruzó por delante de ella y de momento un chico fue tras la pelota.

-¡Inés! ¡Chicos, ha vuelto Inés!

¿La conocían? ¡Dios mío! ¿La conocían?

-¡Cuánto tiempo Inés! ¡Qué alegría!

Algo confusa se dejó abrazar por los chavales que la abrazaron, unos y otros, le dieron millones de besos y la hicieron sentir como en casa. Entonces se acercó a ella una mujer más o menos de su edad sonriéndole.

-Querida, ¡qué alegría verte!

Pero la mujer notó la confusión en el rostro de Inés, y como conocía la historia mandó a los chicos a jugar.

-¡Venga chicos! ¡Dadle tiempo! Ven Inés, toma algo conmigo. 

     Inés decidió acompañar a aquella mujer. Parecía conocerla bien y ella necesitaba respuestas. Al entrar en un pequeño saloncito que había cerca de la puerta de entrada vio que en éste había multitud de fotografías de muchos chicos, y entre los chicos observó alucinada que había fotografías de ella y… ¡de Alfonso! Pero era un Alfonso distinto, en su rostro no había cicatrices, se le veía sonriente, disfrutando y en complicidad con los chicos… y con ella.

-¿Sigues sin recordar nada?- le preguntó la mujer.
-Así es. Este hombre, Alfonso, trabaja en mi granja. Pero su cara tiene… cicatrices.  ¿Qué es este lugar?
-Un orfanato. Antes tú venías mucho por aquí. Eras voluntaria en este lugar, igual que Alfonso, pero no creo que sea conveniente que te cuente más. Nos advirtieron que tú debías recordar por ti misma.

Inés tomó un café, jugó con los niños, sonrió, se lo pasó bien, prometió volver al día siguiente y se marchó a casa, pensativa y confusa. Al girar con la bicicleta en un recodo, un camión se acercaba hacia donde ella estaba y tuvo que hacer un giro rápido, terminó golpeándose contra un árbol y cayó al suelo, aturdida.

  Pero entonces comenzó a tener otro flash, esta vez mucho más intenso que el anterior. Ya llevaba días en que los retazos que venían a su mente eran cada vez mayores. Y entonces lo recordó. Con nitidez. Ella y Alfonso en el coche de vuelta del orfanato. Risas, comentarios, felicidad. Un camión que se acerca, un giro rápido del volante. Conducía Inés. El coche se sale de la carretera, da unas vueltas de campana y se estrella contra un árbol. Antes de perder el conocimiento, Inés recuerda cómo empieza a oler a gasolina y nota cómo Alfonso la saca del coche. Para ello se hace numerosos cortes, sangra, Alfonso sangra mucho, pero sigue en su empeño de rescatarla y no cesa hasta que lo consigue aún a costa de su propio daño.

  Porque la quiere, porque se preocupa por ella, porque además, es su marido. Inés recuerda de pronto que Alfonso tiene tantas cicatrices por salvarla a ella en el accidente. Y para no presionarla y que ella pueda recuperar su memoria, ha guardado silencio durante estos dos años y ha vivido como un trabajador más en la granja.

  Una amplia sonrisa acompaña las lágrimas que corren libres por sus mejillas. De pronto lo recuerda todo y no cabe en sí de gozo, pues ella ya tiene un amor. Un amor maravilloso que fue y es en el presente, incondicional con ella.

  Deja la bicicleta tirada en el camino y corre hasta la granja. Llega acalorada, ahogada y eufórica para encontrar a un asombrado Alfonso sentado en el porche con un bonito paquete en la mano que ella misma preparó el día anterior. ¡Su carta! ¡Su declaración! Con todo el jaleo había olvidado que le había mandado una carta de amor al que resulta ser su marido.

  Se lanza en sus brazos y le da un beso apasionado en su asombrada boca. Luego se abraza a él con todas sus fuerzas y le acaricia la cicatriz de la cara. Alfonso no dice nada, llora con ella.

-Lo recuerdo todo Alfonso, mi amor, lo recuerdo todo.
-¿Antes o después de esta carta? – le pregunta él.
-Después. Te declaré mis sentimientos antes de recordar quién eras. Vamos, que estamos predestinados tú y yo ¿no crees?- añade con una sonrisa.
-Por suerte mi vida, por suerte. Te he echado de menos, muchísimo.
-Y yo a ti.


En esta vida se pueden hacer mucha clase de locuras y podemos encontrarnos en multitud de situaciones, pero las mejores locuras y las mejores situaciones, son las que se hacen por amor. Las más agradecidas, las del amor correspondido, las más dolorosas, los rechazos de amor.

Violeta


¡FELIZ SAN VALENTÍN!

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