Algunos
pensarán que voy a contaros la historia de ése gran héroe llamado Tarzán. Pues
no, ciertamente, el muchacho con sus músculos y su taparrabos era muy mono, de
liana en liana, y todo eso. Pero no, no voy a contaros su historia aunque el comienzo
se le parezca.
Veréis,
Ernesto era un muchacho de lo más normal. Tenía más o menos la misma cantidad
de músculos que cualquier humano, eso sí, su desarrollo era cortito. Vamos, que
no había practicado deporte en su vida. La subida de escaleras o el ir a
caminar algún que otro día era lo más parecido a hacer deporte que Ernesto
conocía.
Sus
padres, Leo y Clotilde, eran un matrimonio muy peculiar. A Clotilde le
encantaban los viajes de placer, algún crucero, tirarse en cálidas y blancas
arenas, el olor de las cremas solares… Leo prefería la acción y el deporte.
Intentaba practicar todo tipo de deportes mientras su esposa se tendía al sol.
Hombre fuerte y éste sí, musculoso, no dejaba de decirle a su hijo que parecía
más bien un apéndice de ser humano que un ser humano propiamente dicho,
comentario que por cierto a Ernesto le sentaba bastante mal, no sé porqué la
verdad.
Un
verano más, vacaciones familiares. Esta vez a África. Sí, tal como os suena, y
es que aunque no lo creáis aún hay gente que puede viajar y además donde
quieran, ¡guau! ¿A que no sabíais que esa especie existía? Pues sí, aún hay
gente que puede permitirse viajar. Evidentemente, la familia Rodríguez era una
de esas familias afortunadas.
África.
Hermoso continente, con tantas posibilidades según el pensamiento de cada cual.
Por ejemplo, nuestros protagonistas de esta historia tenían diversos puntos de
vista. Leo pensaba en lo divertido que sería hacer safaris, practicar todo tipo
de deportes de riesgo, incluso alguna excursión de caza, o de submarinismo, o
vete tú a saber. ¡Lo que iba a disfrutar de África! Clotilde, a la que por
cierto todos llaman “Clo”, sólo piensa en sus playas, en un par de hermosos
indígenas que la abaniquen mientras su blanca piel toma un hermoso color bronceado
y en beber todas las bebidas exóticas que pueda, si son afrodisíacas mejor, así
las puede compartir con su querido Leo. Su león particular. Y luego está
Ernesto. Para Ernesto África es la selva y la selva es calor, mosquitos,
molestias, caníbales, e incluso quién sabe si la malaria. Probablemente en la
maleta de Ernesto no haya más que antihistamínicos, antibióticos, y anti-todo
lo que se pueda sospechar.
Ahí
van nuestros aventureros. Al mismo centro de África, a vivir a tope sus
vacaciones cuando tienen la inmensa suerte de que les falle el motor de la
avioneta y terminen comiendo tierra y verde follaje de lleno y sin precalentar
primero.
Por
suerte, todos vivos, ningún difunto. Eso sí, imagínense ustedes que trauma.
Según confesiones del piloto pueden tardar días en encontrarlos porque han
caído en una zona muy alejada. ¡Qué tragedia para Clo y Ernesto! ¡Qué inmensa
alegría para Leo! Por fin va a poder demostrar que tanto deporte y tanto dote
de mando son efectivos. Será una especie de Robinson Crusoe perfecto, y además
en guapo.
Ni
corto ni perezoso comienza a dar órdenes a diestro y siniestro para construir
una pequeña ciudad jardín en mitad de la selva. O algo parecido. Busca en su
maleta y claro, no hay objetos afilados, prohibidos en todo vuelo. Pero algo se
le ocurrirá buscando en las herramientas del avión, para algo vio todos y cada
uno de los capítulos de McGuiver.
Ernesto
por su parte está anonadado. Ahora qué. No sabe si tomarse todos las píldoras
que echó en su maleta o suicidarse directamente, porque al fin y al cabo, mejor
morir rápido y pronto que en algún caldero a fuego lento. Además, no tiene
muchas carnes que cocinar y va a ser una pérdida de tiempo. ¿No creen ustedes?
Aquí
mi amigo Leo y el piloto, con la ayuda de Clo y de Ernesto, han improvisado una
especie de “campamento” con tiendas de
campaña que llevaban en el equipaje. Han encendido un fuego y gratamente Leo ha
conseguido “pescar”. Nadie ha querido preguntarle cómo, prefieren no saberlo,
ciertamente.
Aquí
nuestra familia está preparada para ir a dormir. Mañana será otro día y todo se
verá diferente. Deciden dormir todos en la supertienda de campaña que Leo había
adquirido para vivir la aventura a tope. Por supuesto, Ernesto les deja a todos
que se unten como sándwiches con el antimosquitos y antiparásitos que llevaba
en su maleta. Con suerte, ningún caimán, oso, leopardo o auténtico león les
atacará, pues para ellos Ernesto no lleva nada en la maleta, salvo antiácido,
quizás.
El
sueño les abate. Ha sido un día difícil y complicado y caen rendidos en brazos
de Morfeo. Curiosamente deciden que el amanecer tiene que ser algo increíble y
Clo pone la alarma de su móvil. No tiene cobertura, pero si la alarma suena tal
vez vean el amanecer. Hay que modernizarse aunque se esté perdido en mitad de
la jungla, como diría nuestra amiga María Isabel, “antes muerta que sencilla”.
Por ello, y aunque la alarma no ha sonado, Clo se despierta la primera y eso
sí, se coloca su mascarilla facial de pepino, que tal vez esté en la selva, pero
la piel es la piel, y el cuidado es lo primero.
De
esta guisa sale de la tienda de campaña para tomar un hermoso y relajante baño
en las aguas del río. No cree que ningún cocodrilo se anime con ella teniendo
en cuenta que lleva la cara verde. Probablemente los cocodrilos piensen que
está en mal estado y la dejarán en paz. Sin embargo no eran cocodrilos quienes
la aguardaban en el exterior, sino una pequeña comitiva de cinco señores altos,
delgados, musculosos, con taparrabos y hermosos colores en la cara que
casualmente se acercaban para comprobar el interior de la tienda cuando la ven
salir. Evidentemente el susto estaba asegurado, imagínense a una señora de
taitantos recién levantada con el pelo revuelto, sin maquillaje y con una
mascarilla facial de pepino. Verde intenso, por cierto.
Gritos,
algarabía, sustos, descontrol… Leo sale de la tienda de campaña justo a tiempo
de ver la cara de pánico de… los indígenas porque Clo los amenaza con la crema
solar, y créanme, daba miedo su mirada decidida bajo tanto verde y ese tubo
amenazador. El piloto sale rápidamente mientras Ernesto se asoma con cuidado
temiendo que alguna especie de plaga de insectos rodee la tienda o vete tú a
saber qué.
Primer
susto, donde Leo apunta a los salvajes con una de las herramientas puntiagudas
de la avioneta.
-¡Aléjense salvajes! ¡No hagan daño a mi
esposa! ¡Soy cinturón negro de karate, os puedo matar a todos de casi un golpe!
¡Ernesto, hijo, trae el rifle!
¿Qué rifle? Jo, definitivamente
van a ser devorados y encima se van a cachondear antes con ellos. Por no tener,
no tienen más que una pequeña navaja multiusos, tal vez puedan pinchar en el
pompis de alguno con la parte del sacacorchos que parece muy amenazadora, pero
poco más.
Mientras
Clo grita medio histérica y sigue blandiendo el bote de crema como si en ello
le fuese la vida diciendo no se qué cosa de que se defenderá hasta la muerte
antes de que alguien intente poseerla contra su voluntad.
-Hola, soy Matu. Jefe de la tribu Angabua.
Pasábamos por aquí como cada mañana para darnos un baño refrescante y vimos los
restos de su avioneta. Pensamos que tal vez necesitaran ayuda y hemos venido a
prestarles nuestra colaboración.
Cara de estupefacción total en
los presentes en este momento. Aquel salvaje no solo había hablado en perfecto
idioma inteligible, sino que además parecía educado, es más, sólo le faltaba la
corbata.
-¿Disculpa? ¿Vosotros entender nuestro
idioma?- pregunta Leo, algo, no mucho, pero algo, más calmado.
-Sí, evidentemente si no lo entendiéramos, no
estaríamos hablando con fluidez, ¿no cree señor?
-Pero… ¡esto es mitad de ninguna parte!
-Disculpe, esto es el centro de la selva
donde mi familia lleva viviendo durante generaciones. Si quieren pueden
acompañarnos y les ayudaremos a reparar su avioneta. Sinceramente, nuestros
médicos pueden atender a su esposa, creo que tiene una especie de infección en
la piel que le provoca delirios.
-¿Y juran no comernos? – pregunta desde el
interior de la tienda de campaña el joven Ernesto.
-Sinceramente, prefiero comer la fruta fresca
y los alimentos cocinados que preparamos en nuestra aldea antes que comer carne
humana. ¡Qué asco! Confieso que hay quien dice que nuestros antepasados eran
caníbales, pero créanme, la carne de serpiente es exquisita y los huevos de
avestruz están deliciosos.
Anonadados deciden acompañar a
aquella peculiar tribu a su “lugar de estacionamiento”. Al llegar ven un
poblado de chavolas con cubiertas de paja, junto a un arroyo. Niños jugando y
una vida más o menos normal hasta que ellos llegan, momento en el que todos se
arremolinan alrededor de ellos para curiosear sobre los nuevos visitantes,
aunque más bien a la que no pueden dejar de mirar es a Clo. Extraño color de
piel. Ésa mujer debe estar muriéndose porque la piel le chorrea y es de color
verde. Además, tiene un extraño rictus en la cara, como si no pudiese moverla
con facilidad.
-Maldita mascarilla- murmura para sí Clo- se
ha puesto rígida y como no me lave pronto la cara me va a dar algo,- con lo
cual acto seguido se lanza como una posesa al arroyo para lavarse la cara y de
paso traumatizar a la mitad de la población infantil de la aldea.
Eso sí, ahora muestra a la
concurrencia una maravillosa piel tersa y suave, resplandeciente, que arranca
un auténtico ¡Oh! De admiración, sorpresa y alivio, la verdad.
-Desde aquí pueden arreglar su problema del
motor o avisar para que vengan a recogerles. Eso sí, no le den las coordenadas
de nuestro poblado, queremos seguir viviendo tranquilos. Una vez que vengan por
ustedes, de hecho, nos mudaremos para que no nos localicen, nos gusta nuestra
intimidad.
-Y ¿cómo van a localizar ayuda?- pregunta
tímidamente Ernesto.
-Muy fácil joven. Aquí tenemos algo mucho
mejor que vuestro Internet. Los tambores. Desde aquí avisamos en cadena a
varias tribus situadas en el centro de la Selva , hasta el primer poblado que tiene esa
tecnología que se llama Internet. También lo hacemos para negociar y
abastecernos de provisiones. La caza y la pesca está bien, pero nuestras
mujeres prefieren la venta por catálogo mejor que las pieles de animales que se
almorzaron. Cosa de mujeres.
Mientras un grupo de esas
mujeres han rodeado a Clo que entusiasmada se deja acariciar el rostro.
Divertida les abre su maleta a las señoras indígenas y les muestra todo tipo de
cosméticos de belleza. Se siente la reina del Mambo y en su propia salsa.
Leo
por su parte no cabe en sí de gozo. Estos salvajes viven de lujo, sí señor.
Además, no hay más que mirarlos para ver lo sanos que están y los músculos que
tienen. Para sobrevivir tienen que cazar y pescar, sólo lo que necesitan le
explica el jefe de la tribu. ¡Justo lo que él hace cuando está de vacaciones!
Por
su parte Ernesto que ha sido rodeado por un grupo de jóvenes indígenas que le
sonríen e intentan tocar su piel, les llama la atención porque es muy blanquita
y además parece muy endeblita. Y en su cara tiene… unas manchitas muy graciosas
que quieren tocar.
En
ese instante en que casi lo consiguen Ernesto empieza a sentir un picor
general. Suele pasarle cuando se pone nervioso, pero evidentemente aquí la
culpa debe tenerla algún tipo de parásito o rara enfermedad. Por ello comienza
a rascarse frenéticamente hasta formarse surcos en la piel. Las chicas
retroceden asustadas y se le acerca un tío de dos metros de alto con una
especie de corona de plumas y un taparrabos de color negro como su piel. En el
pecho tiene una especie de tatuaje raro y en el labio inferior una especie de
enganche que algo le dice a Ernesto que no es para un carro. Asustado retrocede,
pero el extraño se le acerca y se identifica.
-Soy Kins, mago hechicero y curandero de la
tribu. ¡Acompáñame!
-¡Jamás! Me vas a dar de beber algún líquido
asqueroso hecho con ojos de insectos y piel de vete tú a saber qué animal.
-Bueno, yo tenía pensado darte más bien
aceite de ricino para que expulses de tu cuerpo de una forma natural todas las
porquerías que te has debido meter para tener ese sarpullido, consecuencia creo
de una sobre dosis de antihistamínicos. Si lo prefieres, puedo ofrecerte
penicilina, antibióticos en general, antihistamínicos de última generación, o
simplemente ponerte un… ¿Cómo lo llamáis vosotros los civilizados? ¡Ah, sí! ¡Un
Urbazón! Nos gusta sanar a nuestra cena antes de zampárnosla.
Evidentemente, el bueno de Kins
bromeaba, pero me temo que el pobre de Ernesto casi se lo cree, aunque en ése
momento sólo podía pensar cómo era posible que tuviesen tantos medicamentos.
Aquello era un paraíso de la salud. Y las chicas lo miraban con auténtica
adoración.
En
fin, y sin querer marearos mucho, os confirmo que la familia pasó todo el
verano con la tribu. Es más, decidieron quedarse a vivir con ellos. Leo no
paraba de hacer deporte, Clo era la “reina de la moda y la belleza” y Ernesto
se sentía más seguro de lo que había estado nunca y se hizo aprendiz del gran
curandero y se decidió por primera vez en su vida a hacerle ojitos a las
jóvenes.
El
piloto decidió regresar. Aquella loca gente estaba realmente como una regadera.
Por ello, a él lo regresaron a “la civilización” para continuar con el trabajo
de 6 a 22
horas del día, a comer rápido y de mala manera, al estrés, y a la hermosa vida
civilizada. Mientras la familia eligió a los salvajes, sin horarios, comida
sana, sin más preocupación que disfrutar del día a día.
En
la ciudad se corrió la voz de que aquella pobre familia había muerto en el
accidente. Y es que tanto viajar no podía ser bueno. Hay incluso quien tenía
pruebas casi fehacientes de que habían sido devorados por indígenas caníbales
de África. ¡Pobres!
Concluyendo
amigos, a veces las peores vacaciones pueden ser las mejores, a veces, las
apariencias engañan y sobre todo, y no a veces, sino siempre, debemos tener
claro lo que queremos y luchar por ello, tarde o temprano llegará.
Nota:
El próximo verano tengo pensado ir de vacaciones a África. ¿Alguien se apunta?
Violeta
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