Un Globo, Dos Globos, Tres Globos


     Para aquellos que tenéis más de cuarenta años no sé si recordaréis un programa infantil que se llamaba como este microrrelato. Para los que tenéis menos edad o simplemente no lo veíais os recuerdo que era una cancioncilla pegadiza que decía algo así como “Un globo, dos globos, tres globos… la luna es un globo que se me escapó. Un globo, dos globos, tres globos… la tierra es el globo donde vivo yo”.

     Si os soy sincera, yo ya no recuerdo de qué iba exactamente el programa, sólo que lo veía a veces cuando era muy pequeña y ya he superado los cuarenta. ¿Empezaré a tener lagunas de memoria? Lo cierto y verdad es que esta historia no está relacionada para nada con aquel programa. Pero bueno, que me enrollo, os cuento…

     Cuando Ana era pequeña intentaba ayudar en lo posible a su madre. Eran familia numerosa, tenía algo así como nueve hermanos. Ciertamente en esa familia se veía poco la televisión, ya me entendéis, y como la economía era limitada para pagar un gimnasio, pues ala, a hacer deporte sano y divertido aunque no económico, porque imaginad el gasto que puede suponer criar y educar a diez hijos (y eso antes de la subida del IVA, ahora ni te cuento). Lo cierto y verdad es que la joven Ana veía como su madre terminaba agotada cada día  e intentaba ayudar en lo posible.

     Al ser la más pequeña se sentía dichosa y cabreada a la vez. Dichosa porque no tenía las obligaciones de sus hermanos mayores y a la vez todos le sonreían durante todo el tiempo. Tanto era así que la pobre llegó a pensar en más de una ocasión que su cara debía ser “rara” porque cuando sus hermanos o sus padres la miraban, automáticamente le sonreían, como si de un tic nervioso se tratase. Lo mismo tenía una cara de risa, vete tú a saber.

     Aunque os parezco tercermundista, no hace muchos años, la leche ya se envasaba y podía adquirirse en tiendas o supermercados, pero también existían, sobre todo en los pueblecitos pequeños como el de Ana, las llamadas lecherías. No es que fuese una leche ir a ese sitio, para nada. Simplemente algunas familias se ganaban la vida cuidando vacas, tenían las llamadas vaquerizas, donde prácticamente todos los miembros de la unidad familiar con más de tres años cuidaban, alimentaban y posteriormente exprimían a las vacas para que éstas le diesen su maravillosa leche. Esta leche recién ordeñada se vendía a la gente del resto del pueblo. Se llenaban las llamadas “lecheras” que tenían por lo general uno o dos litros de capacidad ya que la leche se hervía en casa y había que proceder a gastarla en veinticuatro horas, más o menos.

     Ana cogía su lechera e iba a casa de su vecina, tres calles más lejos de la suya. Por el camino iba cantando y haciendo una especie de movimiento esquelético, algo así como si le hubiese dado un ataque de algo mientras tarareaba lo último musical que había escuchado, no sin mucho éxito por cierto. Al llegar a casa de su vecina esperaba pacientemente tras una cola de mamás y algunas hijas ya mayores. A Ana le sorprendía mucho que casi nunca hubiese hombres, tal vez ellos no bebían leche, su padre desde luego prefería la cerveza, sin duda.

     Mientras esperaba escuchaba comentarios de todo tipo. Desde consejos de cocina, colada… hasta lo bueno que estaba el nuevo que había llegado de no sé que sitio que era muy grande y que estaba para comérselo. No entendía cómo aquellas jóvenes que tenían aspecto tan normal podían ser caníbales. Cuando llegaba su turno era la misma cantinela cada día…

-Hola Anita querida. -qué manía tenía aquella señora, no era tan pequeña para que la llamara Anita, y desde luego no creía que su vecina le tuviese tanto aprecio como para llamarla continuamente querida. Pero su madre la había enseñado a ser educada.
-Buenos días señora Hortensia. -Otra cosa que no entendía, como una señora tan fea podía tener el nombre de una flor tan bonita.
-¿Dos litros como siempre? Sinceramente no entiendo como siendo tantos como sois no os lleváis más leche.
-No lo sé señora Hortensia. Yo me llevo lo que me dice mi mamá. Y tenemos bastante, mi mamá y mi papá no toman leche, y todos mis hermanos toman sólo un vasito pequeño por la mañana, menos mi hermana Laura que siempre está intentando quitarle la leche a todos porque dice que si bebe mucha leche le crecerán mucho las tetas y Carlos Rodríguez querrá meterle la mano, o algo así.

Por supuesto las risas de todos los allí presentes estaban aseguradas y el cotilleo pertinente también. A pesar de que Ana era reprendida casi cada día por aquellas afirmaciones, ciertas todas ellas, no podía evitar seguir haciéndolas ya que no estaba bien mentir, o al menos eso le decía muchas veces su padre. Curioso, ya que ella le pillaba por lo menos dos o tres mentirijillas cada día. Pero en fin, ¿quién entiende a los mayores?

Y así iba pasando el tiempo. Ana iba creciendo y le llegó el momento de ir al colegio. ¡Qué aventura! ¡Qué ilusión! Su madre le arregló los vestidos más bonitos de sus hermanas, no todos le servían porque Ana era un poco más gordita que ellas, pero sin duda su madre hacía milagros con la aguja y el hilo. Por fin iba a ir al Cole, aprendería muchas cosas y sería maestra de mayor. Era su gran sueño. Tendría muchos amigos y cuando fuese a la lechería no se reirían más de ella.

Pero me temo que nuestra querida Ana tenía la sutileza de un elefante en una tienda de porcelana fina. No es que fuese torpe, es que tenía movimientos tan ágiles que no se sabía a ciencia cierta si caminaba, saltaba, corría o simplemente sin saber muy bien cómo ni por qué se estampaba contra algo. Es más, su madre siempre le decía que de mayor sería gimnasta y llegaría a las Olimpiadas, porque esos movimientos eran olímpicos.

Su primer día de clase tropezó al entrar ya que no vio el pequeño escaloncito que había. Para su desgracia se topó de bruces con el suelo mientras los otros niños se reían a mandíbula batiente. Repitió la operación en el recreo de clase manchándose el vestido con el único charco que probablemente hubiese en todo el centro escolar. La noche antes había llovido algo y la tierra del patio estaba algo húmeda aún, con lo cual el efecto fue deslumbrante. La pobre Ana con su vestido nuevo parecía una especie de mancha marrón andante. Su madre le había cogido dos coletas tan tirantes que parecía que los ojos iban a darle la vuelta completa a la cabeza y sonreía como una tonta todo el rato porque no podía cerrar la boca. Pobre Ana. Vaya día.

Sin embargo no todo fue malo ese primer día. Le encantó el Cole. Disfrutó con todo lo que hicieron. Admiraba a su señorita como todos la llamaban. Era alta, delgada, tan guapa… hablaba muy bien y sus movimientos eran como de mariposa o de hada. Algún día ella también sería así y ya no se caería más ni se volverían a reír con ella. Entonces haría muchos amigos como su hermano Juan  y tendría muchos novios como su hermana Laura. Sí señor. Se iban a enterar todos.

Con esta decisión tomada llegó a casa y ni corta ni perezosa se dirigió a su habitación, compartida eso sí con tres hermanas más, pero bueno, eso es otra historia. Quería aprenderlo todo y quería aprenderlo ya. No escuchó las reprimendas de su madre por el desastre del vestido ni le importó que al día siguiente curiosamente su madre le pusiese un chándal heredado de su hermano Enrique en lugar de un bonito vestido. Eso sí, volvió a repetir lo de las coletas aunque consintió aflojarlas un poco poniéndole horquillitas de colores. Ciertamente Ana era una niña muy linda con grandes ojos curiosos y con un intenso color sonrosado en las mejillas.

Nuestra pequeña fue creciendo. No tenía tantos amigos como su hermano y no había conseguido tener un solo novio quitando un beso en la mejilla que le dio un día su compañero Pablo, así sin más, a traición. Todos se rieron en la clase menos ella que pasó mucha vergüenza. Por lo visto querían comprobar si al besarla se transformaba en rana porque decían que más que andar, saltaba. (A veces los niños pueden ser un poquitín crueles).

Ana terminó el colegio y pasó al Instituto. Momento decisivo aunque pocas cosas cambian, viene a ser más o menos lo mismo, sólo que los niños ya son algo mayores y sus picardías llevan una mijita de más mala leche incorporada. Su madre repitió costumbre de prepararle un bonito vestido para su primer día. Ella fiel a si misma repitió la operación no cayéndose a la entrada pero sí derramándose el batido que llevaba para media mañana. Esta vez al menos no estaba con totales desconocidos, ya que la mayoría de sus compañeros de colegio estaban allí con ella, unos en su clase y otros en otras colindantes del mismo curso, pero al fin y al cabo, todos juntos en aquel patio de “recreo”.

Ana había engordado un poco desde su niñez. Su cara seguía siendo aniñada. Sus ojos ahora se manifestaban hermosos, verdes, con forma almendrada. Tenía muchas pecas sobre su blanca piel y su pelo tenía un extraño color anaranjado. Sus compañeros de instituto que eran tan encantadores como sus compañeros de colegio le pusieron el bonito nombre de zanahoria saltarina. Lo de zanahoria era por el pelo. Lo de saltarina era una bromita porque se caía mucho pero en deporte era algo negada y no saltaba nada. Un día el profesor de deporte llegó a preguntarle si quería que pusiese un charco delante del potro, tal vez así consiguiese saltar el potro para caer al charco.

Pero Ana perdonaba todas esas cosillas a cambio de lo que disfrutaba con las clases. Sus notas eran inmejorables. Leía cada libro que caía en sus manos. Disfrutaba de cada documental, tenía un afán inmenso de aprender y además quería enseñar. Qué maravilloso es el saber.

Había ganado unos kilos más en el Instituto. Eso sí, ya no tropezaba tanto, ahora sólo tropezaba un par de veces a la semana, más o menos. La cosa mejoraba. Los deportes seguían dándosele igual de mal, pero el resto de las asignaturas eran pan comido. Aún no tenía claro lo que quería estudiar de cara a la Universidad, pero tenía todas las posibilidades que quería. Con los chicos era otra cosa. Era simpática y desenvuelta, pero los chicos la veían como una chica con el pelo zanahoria y algo torpe. O al menos casi todos. Gustavo, uno de sus compañeros de Instituto siempre decía a los demás que se equivocaban con ella, que esa chica tenía talento natural y que era mucho más bella que muchas de sus compañeras de clase. A Gustavo le gustaba la fotografía, siempre llevaba una cámara de fotos y fotografiaba desde el amanecer hasta una mancha que se encontrase y pudiese tener alguna forma extraña. Veía el mundo a través de su cámara y la cámara adoraba a Ana. La había fotografiado en pleno vuelo cayendo en alguno de sus tropiezos, cuando meditaba y sin pensarlo se metía en la boca la punta del lápiz, cuando se colocaba el pelo detrás de la oreja… Tenía infinidad de fotografías de Ana.

Finalmente Ana decidió que no quería hacer magisterio. Siempre le gustó lo de llegar a ser profesora, pero los chicos habían sido algo crueles con ella y sinceramente su curiosidad por todo era enorme, quería investigar, con lo cual decidió hacer algo relacionado con la bioquímica y a ser posible, investigar sobre ello. Ahí dejó de ver a Gustavo. La verdad es que este chico le caía bien porque siempre había sido amable con ella, pero él había decidido convertirse en  fotógrafo profesional. Por supuesto había prohibido a Ana el paso a su estudio. Tenía miedo de que tropezase con tanto cable y le destrozase el negocio.

Ana  empezó a estudiar bioquímica. Una parte de ella estaba feliz, otra parte de ella se lamentaba de sí misma y no entendía el porque de su físico. Sus hermanos eran altos, esbeltos, hermosos. Sus hermanas podían perfectamente pasar por modelos si se lo proponían. Pero ella en cambio tenía aquel color de pelo, era alta, medía casi un metro setenta, pero tenía sobrepeso y las horas sentadas para estudiar no ayudaban mucho. Tenía amigas en el gimnasio, pero ella no podía permitirse pagar uno y además no pensaba quitar horas a su estudio. Sin embargo, a veces la vida es juguetona y el destino nos da a elegir opciones.

Ana ya estaba preparando su proyecto de fin de carrera. Realizaba su último curso en la Universidad y tenía incluso ofertas de algunas empresas que habían quedado deslumbradas con su trayectoria. Mantenía el contacto con compañeros del Instituto y tenía amigos en la Universidad. Por fin nadie se burlaba de ella, simplemente la aceptaban tal cual.  Una tarde al salir de las clases entró a tomarse un café con un grupo de compañeras en un cibercafé cercano. Se sentaron en la mesa y por supuesto todas pidieron su infusión o su café, excepto Ana, que pidió su helado de tres bolas con nata, sirope y caramelo. Adoraba los helados de ése lugar. Cuando empezaba a saborearlo notó que para variar se había manchado la blusa. Puso su típica expresión rara, prácticamente bizca  y empezó a oír las risas de sus amigas prácticamente a la vez que notaba el flash de una máquina de fotos. Al girarse vio asombrada a Gustavo ante ella sonriéndole.

-¡Gustavo!

Corrió rauda a abalanzarse sobre él, le alegraba enormemente verlo, eso sí, en su ímpetu terminó arrojándose con demasiada fuerza y el pobre Gustavo casi cae al suelo. Suerte que Ana era previsible y le dio tiempo a soltar la cámara en una mesa antes del impacto.

-¡Ana, por Dios! -parecía enfadado, pero nada más lejos de la realidad. Sus ojos y su sonrisa evidenciaban que estaba encantado de que aquella jovencita siguiese siendo exactamente igual que en el Instituto a pesar de estar a punto de graduarse como bioquímica.
-¡Que alegría verte Gustavo! ¿Cómo estás? No se nada de ti. ¡No me has enseñado tu estudio! ¿Has hecho alguna exposición?
-¡Para ya torbellino Ana! Veamos, yo también me alegro de verte, estoy bien, siento no haber tenido mucho tiempo libre pero he trabajado mucho, tengo que hacerte una proposición  y si la aceptas verás mi estudio y estoy preparando mi primera exposición. ¿Alguna pregunta más sabihondilla? Por cierto, me alegraría horrores que me dejases respirar.
-OH, lo siento. -Ana se dio cuenta de que aún no lo había soltado mientras digería todo lo que él le había dicho- ¿Qué proposición es ésa? Por favor, ven y siéntate con nosotras.
-Ana cariño -habló una de sus amigas-, nosotras hemos de irnos ya. Tenemos exámenes que preparar y creo que te dejamos en muy buenas manos -y dicho esto guiñó un ojo a Gustavo-. No nos habías dicho que tenías un amigo tan guapo. Veo que tenéis mucho de que hablar y necesitas desconectar un poco. Luego nos vemos. Hasta otro día Gustavo.

De esta forma ambos se sentaron en la cafetería y hablaron durante horas. Ana le contó lo bien que le iba y los proyectos que tenía. Gustavo le habló de que había trabajado mucho y por fin había comenzado a hacerse un nombre. Y ahí estaba el motivo de la proposición.

-Quiero que me dejes fotografiarte  para mi exposición.
-Supongo que bromeas ¿verdad? -De pronto Ana se puso seria-. Creí que el tiempo de las bromas se había terminado. ¿Me has mirado bien? Sigo teniendo el pelo zanahoria ¿recuerdas? Y lo mismo te desmonto el chiringuito.
-Ana, en serio. Tengo fotografías tuyas en mi estudio. Sé que debí pedirte permiso para ello, pero… Me gustaría hacerte fotos más profesionales. No te quitaré mucho tiempo, es más, puedo esperar que termines tus exámenes. Necesito ayuda para la exposición y tú nunca me has fallado.
-Bien… mientras no quieras fotografiarme desnuda. No creo que la sociedad humana esté preparada para ver mi maravilloso físico al descubierto.
-¡No seas así! ¡No te pega Ana! ¿Qué te ha pasado desde que no te veo? ¿Te has mirado en el espejo? ¡Eres una belleza!
-Una belleza gorda.
-Una belleza sin más. Por favor, acepta mi proposición.
-De acuerdo, pero asegura antes el estudio.

Tres meses después Ana se colocaba un bonito vestido rojo que se pegaba a su cuerpo. Había adelgazado un poco durante el verano. Había decidido poner en práctica lo que sus estudios le habían enseñado y a la vez llevar una vida un poco más sana. Salía a caminar varios días a la semana. Cuando la gente la veía la miraba extrañada porque llevaba coderas y rodilleras para ir a caminar. No se ponía casco porque iba a ser excesivo. Sinceramente, nunca se sabe cuando se puede tropezar y era conveniente tomar precauciones. La diferencia ahora era que ella había aprendido a “pasar de la gente”.

Un mes antes había hecho las fotografías con Gustavo, pero él no le había dejado verlas. Ahora se preparaba para asistir a la exposición. Se moría de vergüenza pero sabía que no podía fallarle a su amigo. Así que ese día hizo una excepción, se colocó tacones (aunque no muy altos) y se permitió el lujo de comprarse un hermoso vestido rojo que le sentaba divinamente. Aún tenía sobrepeso, pero realmente ése vestido la hacía verse guapa. Se maquilló ligeramente y se recogió el cabello en un moño que le daba un aire sofisticado. Se veía bien. Muy bien por cierto. ¿Quién iba a decir que el rojo y el naranja del pelo no iban a desentonar?

Fue acompañada por sus compañeras de Universidad y por su hermana Laura. Nada más llegar quedó total y absolutamente impresionada. Su amigo le había hablado de que iba a introducir varios temas en la exposición. Pero no le dijo que ésta iba a ser monotemática en cuánto a la parte humana. Había un gran cartel anunciador de la exposición  con el título de la misma. La exposición constaba de tres salas. El título de la exposición era “Un globo, dos globos, tres globos”.

  En la primera sala titulada “Un globo” Gustavo trataba el tema del Planeta Tierra. Fotografías hermosas e increíbles de varios lugares del Planeta a diversas horas del día. Él ya le había comentado que había viajado mucho y había fotografiado todo, y no la había engañado. La segunda sala, “Dos globos”. Trataba sobre la Luna. Estaba repleta de fotografías del firmamento, puestas de sol, fotografías de la luna, cambio de luces, las estrellas… La tercera sala, “Tres globos”. Nada más entrar en la exposición había un mensaje del autor.

“Mi inspiración son tres puntos. El Planeta donde resido, su satélite que me inspira y mi querida y adorada amiga Ana. Ella siempre dice que parece un globo porque está obsesionada con su peso. Espero haber conseguido plasmar en las fotografías que van a ver a continuación como la veo yo.
Aprovecho para darles a todos las gracias por su asistencia y por favor, Ana, no dejes de hablarme después de terminar de verla. “
Saludos. El autor.
Gustavo Méndez.

Nada más entrar en la sala Ana comprobó como ordenadas cronológicamente había una serie de fotografías de ella. Había fotografías del Instituto, en unas se la veía cayéndose, o con manchas, en otras se la veía pensativa con una hermosa luz al fondo. En todas ellas se la veía hermosa y natural. Hasta en las que estaba en un apuro se la veía en su elemento. En la sección central de la sala se veía a la misma persona más sofisticada,  posando en una sesión de fotografía, maquillada y peinada. Deslumbrante. En la última sección se la veía vestida de calle, paseando tranquilamente, sentada en un parque o mirando a la luna desde una terraza.

Ana se sintió desfallecer. Jamás nadie la había visto así, al menos que ella supiese. Ni siquiera ella misma. La mujer de aquellas fotografías era realmente hermosa, y era ella, pues quitando la sección central donde estaba maquillada, peinada y con ropa adecuada para la ocasión, en las otras secciones era ella tal cual, en su día a día y sin embargo allí estaba, una mujer que disfrutaba de la vida.

Por primera vez en su vida se aceptó a sí misma tal y como era y se gustó realmente. Sus amigas y su hermana no daban crédito a lo que veían. Parecía una modelo de alta costura en cada fotografía. Irradiaba fuerza y vitalidad.

-Ana, espero que no te hayas enfadado conmigo -susurró Gustavo a sus espaldas.
-Eres tonto… -le susurró ya que notaba con horror cómo se había emocionado y había empezado a llorar. Sin pensarlo se abrazó a él dándole igual tirarlo al suelo, pero él ya estaba preparado.
-Gracias Gustavo.
-No. Gracias a ti.

En el futuro Ana no dejaría de recibir ofertas para trabajar de modelo. Todos querían que representase sus cosméticos o  su ropa. Pero Ana se dedicó a lo que le gustaba, la bioquímica. Quería hacer mucho, investigar muchos campos, y a la vez quería ayudar a las chicas que como ella tuviesen problemas con el peso y no tuviesen la inmensa suerte que había tenido ella de contar con su amigo Gustavo. A su vez, Gustavo se hizo famoso. Sus fotografías eran muy apreciadas y consiguió un gran éxito. Aseguró su estudio porque Ana lo visitaba muy a menudo. Nunca se enfadó con él por haberla llamado “globo”, ni tampoco se  enfadó con él por enmoquetar el suelo y colocar protectores en las esquinas.


Violeta 

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