Juan subía la escalera con sumo cuidado, sabía que el
más mínimo ruido podía alertarle. Tenía que ser cauto y a la vez, no tenía más
remedio que subir hasta la torre.
A cada paso
que avanzaba los escalofríos recorrían su piel, tenía la desagradable sensación
que tras él había alguien, ese cosquilleo en la nuca, esa sensación
prácticamente palpable de que alguien va a cogernos de la ropa desde la espalda
o va a agarrarnos del pelo.
Prácticamente
ya estaba arriba. Podía ver cómo la luz atravesaba el bajo de la puerta.
Oh, no. ¡No
podía ser! ¡El pestillo se había atascado! Podría intentar forzarlo, pero en
ese caso haría mucho ruido y podrían oírle. Además, no conseguía ver bien donde
estaba el otro pestillo, el pequeño. Necesitaba más luz. El éxito de su misión
se basaba en que consiguiese llegar a la torre sin ser escuchado, silencioso,
casi ausente.
Si encendía
la luz del rellano… le verían. Estaba comenzando a ponerse nervioso y entonces
recordó. Claro. Tía Augusta siempre tenía un candil en el hueco de alacena que
había en el bajo de la escalera. En él podría encontrarlo y de esa forma subir
con más tranquilidad, al menos, vería por donde pisaba. Luego, una vez que consiguiese
llegar arriba era cuestión de conseguir tirar del maldito pestillo.
Lentamente,
giró sobre sí mismo. Casi esperaba encontrar a María tras de sí. Podría ser
peor. En lugar de encontrar a María podría encontrarle a él, y entonces, ya no
habría vuelta atrás.
Notaba la
boca seca, cómo no. Cuando escuchó ruido en la torre sabía que había llegado el
momento, tenía que ser ahora o nunca. Si conseguía descubrirle en la torre
podría demostrar a todos que lo que decía era cierto, pero si no era así, seguirían
dudando de su palabra, como siempre.
Estaba
cansado de que le tomasen el pelo. Esta vez, nada ni nadie iba a impedir que
consiguiese su objetivo.
Al darse la
vuelta y ver las escaleras desde arriba sintió de nuevo que el miedo le
atenazaba la garganta. De nuevo, bajar esa escalera. De nuevo, exponerse a ser
descubierto, a ser apresado.
En este caso
no había más remedio. Era ahora o nunca. Debía ser valiente. Aún le parecía
recordar las palabras de su padre…
-En la vida hay que actuar, hijo. El mundo está hecho
para los valientes. Recuérdalo siempre, y más, cuando yo no esté.
Y ahora no estaba. Por
tanto, tendría que sacar valor. Suspiró. Bajaría de nuevo, eso sí, tenía que
hacer menos ruido. Despacio, con sigilo, se quitó los zapatos. Cómo no había
caído en esto antes, sin zapatos el ruido era mucho menor.
Comenzó a descender por la
escalera, despacio. Sus ojos acostumbrados ya a esta oscuridad rota tan solo
por la leve luz que se filtraba a través de las ventanas. Menos mal que esta
noche había luna llena. Al menos, tenía algo de su parte.
María no podía verle. Era importante que ella no descubriese lo que
ocurría, o tal vez, ello podría marcarla para siempre. No podía asumir esa
responsabilidad.
En cuanto a él… Él no podía oírle o estaría perdido. Sería el fin.
Por ello, terminó de bajar por aquellas escaleras de forma total y
absolutamente silenciosa y por fin, vislumbró lo que parecía ser el tragaluz de
la puerta de la alacena.
Las manos le sudaban, y eso que estaban en pleno invierno. Pero los
nervios nos pueden jugar malas pasadas y ello hace que hasta nuestro cuerpo se
rebele. Lo cierto y verdad, es que nervioso o no, consiguió abrir la puerta de
la alacena.
Entró en ella. Despacio
empezó a pasar su mirada por cada una de las zonas de la alacena. El candil
tenía que estar cerca. Estaba seguro de que tía Augusta lo tenía en la alacena
para aquellos días en que se iba la luz con las fuertes lluvias.
Casi dejó de respirar cuando
por fin su vista identificó el deseado objeto. Ahí estaba. Por fin. Estaba tan
feliz y eufórico que ni siquiera había pensado la posibilidad de que sin
cerillas o mechero, no iba a poder encenderlo.
De nuevo estaba preocupado y angustiado. Cada vez se iba complicando
todo más. Pero, en este caso, la suerte estaba de su lado. Muy cerca del candil
vio las cajas de cerillas que la tía guardaba a escondidas bajo un paño de
cocina, como si él no supiese que su tía fumaba. La muy ingenua fumaba a
escondidas, a su avanzada edad, y escondiéndose. Patético.
Una sonrisa afloró a sus
labios. Cogió despacio la caja de cerillas y ¡genial! Consiguió encender el
añorado candil.
Ahora su misión era volver a
subir la escalera. No había otra alternativa a toda aquella historia.
De nuevo, despacio y
sigiloso, salió de la alacena, y tras comprobar que efectivamente no había
nadie observándolo todo, se concentró en volver a subir aquellas dichosas,
largas y oscuras escaleras.
Un leve movimiento captó su
atención. ¡No! ¡Ahora no! ¡Estaba tan cerca de su objetivo! ¡Llevaba años
intentándolo, y por fin, lo tenía cerca!
Menos mal. El leve
movimiento que efectivamente captó su vista no era más que su reflejo en el
cristal de la vitrina del salón. Madre mía. Casi le da un infarto cuando se vio
a sí mismo reflejado en el dichoso cristal.
Tenía ganas de reír. Una
risa histérica, pero risa, al fin y al cabo. Tal vez así su cuerpo se relajase
algo. Pero no era el momento ni el lugar.
Comenzó a subir de nuevo la
escalera. Esta vez iba más deprisa, evidentemente el miedo le impulsaba a
acelerar sus movimientos. Deseaba, necesitaba, su vida le iba en llegar a lo
alto de esa escalera y esta vez, conseguir abrir el pestillo. Sabía que era
cuestión de segundos si quería atraparle. Por ello, una vez que llegase arriba,
apoyaría su cuerpo sobre la puerta y después, con fuerza, tiraría del pestillo.
Sabía que de esta forma la puerta cedería, lo había hecho muchas veces.
Ahora, con luz, vería bien
dónde estaba tanto el pestillo grande como el pequeño. En un momento, todo
acabaría.
Casi había llegado al
rellano de la escalera cuando le pareció escuchar un ruido a su espalda. Se
quedó totalmente paralizado en el sitio. Notaba el sudor en su rostro y en su
espalda. Incluso le daba la sensación de que sus axilas sudaban.
Despacio, muy despacio,
volvió a girarse y de pronto su corazón y él quedaron petrificados. Esta vez no
eran imaginaciones. Abajo, al final de la escalera había alguien. Estaba
seguro.
Intentó acercar el candil en
la medida de lo posible pero le cegaba aún más aquella luz en sus ojos. Había
visto una figura en la escalera. Una figura fantasmal. De eso estaba seguro.
Era blanca, una túnica blanca. Pelo oscuro y largo… ¡Casi no podía respirar!
Estaba seguro de que todo iba a terminar de un momento a otro. Esa desagradable
sensación de que alguien nos va a tocar por detrás, se estaba volviendo
dolorosamente real.
Tenía dos alternativas.
Quedarse allí mismo paralizado por el terror, o subir los pocos peldaños que le
separaban de la que podía ser su libertad y su supervivencia. Tenía que
intentarlo.
Aterrorizado comprobó como
la figura blanquecina iba subiendo la escalera, despacio, ¿levitando? El
ascenso lo estaba haciendo despacio, sin hacer el más mínimo ruido, la cabeza
gacha, el negro pelo tapándole prácticamente todo el rostro…
Presa del pánico y haciendo
acopio del poco valor que le quedaba, subió los peldaños que le quedaban de dos
en dos y sin pensarlo ni un instante, dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre
aquella vieja puerta de hojalata a la vez que corría el pestillo atascado. Con
la ayuda del candil pudo ver dónde estaba claramente el otro pestillo, el
pequeño, y acto seguido y a pesar del temblor de sus manos, también corrió la
misma suerte.
Justo cuando ya por fin se
disponía a empujar fuertemente la puerta notó como una mano fría y decidida se
posaba sobre su hombro.
-Te pillé… – soltó aquella voz fría en la oscuridad.
Juan notó como todo su
cuerpo se tensaba, pero aún así, se giró hacia aquella figura, mientras que con
una mano sin que ella se diese cuenta empujaba la puerta en un último intento
de cazarle.
-Te lo dije – repitió la misma voz de antes – ¡no le
vas a pillar! Ah, ah, ah- cantaba…
-Jolín María, ¡no podías quedarte en la cama! ¡Eres un
fastidio de hermana! ¡Que lo sepas!
Vaya cabreo. Juan cruzó los
brazos en el pecho a la vez que la luz de la escalera se encendía.
La pequeña María, de cuatro
años de edad, vestida con su bonito camisón de franela blanco y con su
alborotada melena suelta, observaba a su hermano Juan, ya mayor a sus ocho
años, con carita inocente y risueña.
-¡Pero vamos a ver!- gritó una voz furiosa desde la
parte de debajo de la escalera - ¿qué es todo este ruido a éstas horas? ¡Bajad
inmediatamente! ¿Queréis coger una pulmonía?
-¡Qué ocurre aquí! – preguntó una voz masculina a sus
espaldas.
Oh, oh. Juan sabía que le
iba a caer una gorda.
-Hola papá.
-¿Hola papá? ¿Otra vez Juan? ¿Otra vez intentando
pillar a Papá Noel?
-Sí. Tú mismo lo dijiste un día papá. El mundo es de
los valientes. Yo quería enseñarle a María que Papá Noel existe de verdad, ella
no se lo cree.
La pequeña María que hasta
ahora había estado más o menos a la escucha, protesta evidentemente.
-¡Tengo cuatro años, pero no soy tonta! Jolín papá,
Juan quiere que me crea que un señor gordo y rechoncho va a entrar por nuestra
chimenea, y ni siquiera tenemos chimenea papi.
-Vaya María. Tú como siempre, tan mayor. Pero en los
Reyes Magos sí crees ¿verdad?
-Claro – contesta María muy convencida – ellos son
Magos, son tres, con camellos y todo, pueden hacer lo que quieran porque son
magos.
-¿Ves? ¿Ahora qué? – pregunta Lucas, el padre de Juan
y de María a su hermana Augusta. – Mi querido hijo Juan lleva tres años
intentando cazar a Papá Noel, concretamente, desde que cumplió cinco años.
Debería dejarlo ¿no crees?
Augusta
sonríe de forma picarona.
-En nuestra casa era al revés, ¿te acuerdas Lucas? –
ahora baja la voz bastante – era yo la que intentaba convencerte a ti de que no
existían los Reyes Magos.
Ambos hermanos rieron juntos
y acompañaron a los pequeños en medio de protestas a sus respectivas camas.
¡Niños! ¡Bendito mundo!
Mientras, en la azotea, un
señor regordete vestido de rojo se escondía tras el depósito del agua. ¡Uf! Menudo
susto le habían dado esos chavales. Este Juan, siempre intentado cazarle. Mira
que se lo pone difícil con el pestillito de las narices, pero este año, casi le
pilla. Suerte que sus amigos Melchor, Gaspar y Baltasar vienen por tierra. Uf,
¡casi le pillan!
Violeta
A veces somos SALVAJES, nos comportamos como BARBAROS, como EL ASESINO DE LOS NUMEROS, como HOMBRES DE FUEGO, provocamos PESADILLAS y todo se convierte en una triste fiesta de HALLOWEEN. No obstante y afortunadamente hay personas especiales, hay seres maravillosos que nos redimen de nuestros errores, de nuestros pecados, nos ponen en la senda del ORIGEN DEL PERDON, aunque nos pareciera que la LUZ ES TENUE no es verdad, luce el sol. Gracias a ello vemos FLORES por todos lados, escuchamos dulces melodías que nos traen gratos recuerdos como UN GLOBO DOS GLOBOS TRES GLOBOS y nos suenan las CAMPANITAS.
ResponderEliminarEs lógico, su figura PEQUEÑA DE OJOS RASGADOS nos sigue haciendo ver la vida color de VIOLETA.
Anibal