El Hombre de Fuego


     Marcos notaba como empezaba a marearse. El humo era muy espeso y prácticamente no le dejaba respirar. El fuego se extendía con rapidez y no había tiempo que perder. Intentaba avanzar dentro de lo posible, sabía que en alguna parte de esa vieja casona estaba el anciano, pero ¿dónde?

     Las sirenas sonaban por doquier y sus compañeros se iban replegando. El capitán había dado la orden de no volver a entrar porque el edificio amenazaba con derrumbarse de un momento a otro, pero Marcos sabía algo que los demás no. Sabía que Ernesto estaba allí, aferrado a un recuerdo y a una idea que quería acelerar. Como hombre, como esposo, podía entenderlo, no era nadie para juzgarlo. Como bombero tenía una misión. Salvar su vida, aunque con ello estuviese poniendo en peligro la suya.

-¡Ernesto! ¡Ernesto, por favor! ¿Dónde está? ¡Esta no es la solución, y lo sabe!

     Era inútil. Prácticamente ya había recorrido toda la casa y no había rastro de él. Tal vez finalmente no se encontrase en ella cuando el fuego comenzó a propagarse. Tal vez le dio tiempo a escapar de aquel infierno. Tal vez estuviese agazapado rezando para que todo terminase pronto y poder reunirse con su querida Carmen.

-¡Ernesto, por favor! ¡No me iré de aquí sin usted! ¡Hágalo por mi mujer y mis hijos! ¡Ernesto!

Mientras buscaba desesperadamente y comprobaba asustado como su tiempo se agotaba, Marcos recordaba lo ocurrido hace unos meses…

Había perdido la fe. Totalmente. Había perdido la fe en su Dios, en su trabajo, en sí mismo. Hubo un gran incendio. Marcos llevaba trabajando como bombero doce años. Había visto situaciones complicadas, había ayudado a personas que se vieron inmersas en un horror. Personas que sobrevivieron y personas que no. Había ayudado a sacar personas de vehículos tras un accidente. Apagado incendios. Había disfrutado con los simulacros que hacían en el colegio de su hija Esperanza para explicar a los chicos qué hacer en caso de incendio.

La mayor parte de su trabajo siempre había sido gratificante. Venía de una familia en la que su padre y su abuelo habían sido bomberos. Curiosamente, su abuelo murió en un incendio y eso no le había ayudado mucho a él cuando llegó el momento de confesar que quería seguir la tradición familiar.

Su padre, no le ayudó demasiado. Era un trabajo donde no sólo se extingue una ardiente llama y se salva un edificio. Es un oficio donde se salvan vidas humanas y ello es lo más hermoso que se pueda hacer. Pero a la vez, por muchas medidas de seguridad que se lleven a cabo, es un oficio peligroso.

En aquella gran ciudad cada vez era más peligroso. Ancianos que se dejaban la estufa puesta, amas de casa que corrían alocadas y se olvidaban desenchufar o desconectar algún aparato eléctrico defectuoso, niños que jugaban con fuego…

Definitivamente no fue fácil para Marcos convencer a su familia. Pero al final tuvieron que respetar su decisión, incluida su madre, que estuvo casi un mes sin hablarle hasta que comprendió que su hijo necesitaba hacer aquello.

El primer suceso, curiosamente un accidente de coche. Un matrimonio viajaba en aquél vehículo. Jamás olvidaría sus caras, sus nombres, el rostro de ella, el rostro de él, la angustia… Ernesto y Carmen eran el matrimonio en cuestión.

Un desgraciado accidente que puso fin a la vida de Carmen. Ernesto se consideraba culpable de ello. Habían tomado unas copas y marchaban de regreso a casa. Todo iba bien. No estaban ebrios. Al menos no de alcohol. Más bien iban pensando en la prisa que tenían por llegar para poder apagar otros fuegos. Llevaban toda una vida juntos. Pero se procesaban un amor que había perdurado al cuidado de los mayores, al cuidado y crecimiento de sus dos hijos que ya se habían independizado, había perdurado y se había fortalecido con el tiempo.

Sueños de viajes, paseos, cuidar a los nietos… hermosos planes que no pudieron realizarse. Carmen perdió aquella noche la oportunidad de ello. Ernesto perdió aquella noche la oportunidad de seguir viviendo. Quedó destrozado. Marcos no había podido olvidar el dolor en su silencioso rostro.

La vida a veces nos hace vivir situaciones complejas. Curiosamente Marcos conoció unos años después a Sonia. Fue prácticamente un amor a primera vista. Aquella chica le volvió loco nada más conocerla. Su belleza no era la típica belleza de película, más que bella era bonita. Por dentro, era el ser más hermoso que jamás hubiese podido conocer. Sonia era simplemente maravillosa. Amable, encantadora, simpática, con sentido del humor… y del amor. Llevaba años intentando sacar a su abuelo de un trance que veía imposible.

El día que Marcos descubrió que Sonia era nieta de Ernesto casi se quedó sin habla. Que curiosa es la vida, como nos muestra caminos y prácticamente nos empuja a ellos. El hijo mayor de Ernesto y Carmen tenía ya una hija de quince años cuando ocurrió aquél trágico accidente que sesgó la vida de Carmen. Sonia había intentado desde entonces lo que todos los demás habían dejado de intentar. Ella no. Ella no tiraba la toalla. Amaba a sus abuelos. Sabía que Carmen no habría querido que su amado Ernesto se dejase ir.

Sonia le vigilaba constantemente. Ernesto se había vuelto taciturno. Solitario. Se había mantenido lejos y a la vez había alejado de sí mismo a toda la familia. No quería ver a nadie. Sólo quería dejarse morir enterrado en recuerdos. Pero Sonia tenía la cabeza dura y el corazón enorme. No le iba a permitir esa barbaridad. Intentaba una y otra vez hacerle ver que la vida continuaba. Intentaba que comprendiera que Carmen habría deseado que mantuviese el contacto con todos. Intentaba que se diera cuenta de lo importante que era para ella. Y casi lo consigue.

Ernesto empezó poco a poco a salir algo del caparazón. Intentó integrarse aunque una parte de él jamás salía de su vivienda. Incluso permitió que Sonia llevase a su novio, a aquél maravilloso chico del que no dejaba de hablar para conocerle. Cuando vio a Marcos y Marcos lo vio a él, los recuerdos que jamás se habían marchado volvieron para uno y para otro como un remolino que los envolvió.

Marcos no volvió a visitar a Ernesto. Sabía que para él era difícil y no quería complicarle la vida a Sonia. Por otro lado, su amor crecía cada vez más. Crecía y crecía hasta el punto de casarse con Sonia. Seguía creciendo y también creció la unidad familiar. Nació su primera hija, Esperanza. Aún recordaba ese maravilloso día. Y el orden de los acontecimientos. Primero, el nerviosismo y el miedo por el parto, la cara de Sonia, su dolor, porque ¿miedo? Si lo tenía no lo manifestó. Luego, el hermoso rostro de su hija. Esa nueva vida, esa felicidad y ese gozo en el pecho. Se sentía lleno, pleno. La cara de felicidad de Sonia. La unión de ambos. Eran una familia. Y luego… aquel inesperado visitante que llegó al hospital a conocer a su primogénita. Ernesto.

Al parecer, cuando las contracciones empezaron Sonia llamó a Marcos, y después a Ernesto. Ernesto hizo acoplo de valor y de fuerzas y se presentó en el hospital. Esperó pacientemente las horas necesarias. Por Sonia, estuvo y mantuvo el tipo junto al resto de familiares que esperaban. Por Sonia, esperó y conoció a su primera bisnieta. Hija de aquél hombre que no fue capaz de salvar a su Carmen. Por Sonia y por aquella nueva vida que se parecía mucho a su Carmen del alma, Ernesto por primera vez en años comprendió que Marcos había sido un simple peón en aquella partida de ajedrez que le costó la vida a su esposa. Comprendió que él sólo intentó salvar la vida de ambos aunque ello no fuese posible.

Se sintió en paz y decidió que ya era hora de dejar de echar culpas a quién no las tenía. La culpa la tenía él por haber bebido, aunque hubiese sido poco. La culpa la tenía él por no haber visto aquel camión que salió de la nada. La culpa la tenía él por ir conduciendo. Si hubiese conducido ella tal vez se habría salvado aunque él hubiese muerto. La culpa la tenía él por haberla sobrevivido.

Así comenzó una nueva etapa en la que si bien Ernesto deseaba morir, debía vivir. Aquella niñita, Esperanza, se parecía cada día más a Carmen. Eso hizo que comenzase de nuevo a salir, que comenzase a dar breves paseos, incluso que comenzase a visitar a su nieta y su bisnieta cuando el avanzado segundo embarazo de Sonia no la dejaba moverse. Ese segundo embarazo de mellizos, por cierto.

Y nacieron Luis y Pablo. Hermosos, sanos, encantadores. Ahí estaba Ernesto. Sin muchas fuerzas, pero dispuesto a disfrutar en la medida de lo posible de esos dos nuevos angelitos. Había descubierto que Marcos era un gran hombre, sí señor. Su nieta no había podido escoger mejor. Ahora además le necesitaba más que nunca. Ya tenía tres hijos. Estos dos últimos iguales y recién nacidos. Y luego estaba el problema de Marcos.

Un mes antes de nacer los pequeños, hubo un gran incendio. Marcos no pudo salvar a su compañero. No es normal que esto ocurra porque las medidas de seguridad son muchas, pero fue un fuego tan bestial que devoró al compañero de Marcos y éste se sintió tan profundamente culpable que dejó de ejercer de bombero.

Se sintió tan mal, tan cansado y tan abatido, que por un momento olvidó a toda la gente que había salvado y sólo consiguió recordar a los que no había podido salvar. Ello le condujo a un estado de shock, que ni el amor de Sonia ni el nacimiento de sus pequeños consiguieron aliviar. Sentía frío por dentro y se veía incapaz de volver a vestir el uniforme y sentir tal pasión por su trabajo que eso hiciese que olvidase el miedo y los riesgos.

Ernesto comprobó con dolor como su nieto político se apagaba. Conocía los síntomas bien. Se dio cuenta con gran horror como él había hecho lo mismo y había sometido a sus seres queridos al mismo dolor que ahora sufría Sonia al no poder ayudar a su esposo. Ello le dio la idea.

De una forma realmente premeditada, sin miedo a que la cosa saliese mal, pues sabía que lo único que podía perder era la vida, lo programó todo. Sabía que Marcos seguía sintonizando y seguía en contacto con sus compañeros. Sabía que si su casa se prendía fuego, el aviso llegaría a Marcos. Sabía que Marcos haría lo imposible por salvarlo.

Por ello, aquella tarde visitó a sus nietos. Luego, se preparó una maravillosa cena. Cenó con velas. Hacía frío. Curiosamente aquella tarde hacía frío. Encendió la estufa. Colocó ante sí un retrato de su amada Carmen. Cenó tranquilamente escuchando música clásica. Después, sin miedo, como aquél que no tiene nada que temer, con una sonrisa en sus labios dejó caer la estufa… ¡Maldito sistema de seguridad! ¡Al caer, se apaga! No importa. Dejó caer las velas, y por si no fuese suficiente, arrimó una de ellas a una cortina. Su casa estaba aislada. No había peligro de que ninguna casa colindante prendiese. Nadie más sufriría. Después, cogió la fotografía de su amada y se dirigió a su dormitorio. Con suerte, el humo lo dormiría antes de que llegase el fuego. Prácticamente en el último instante temió. ¿Y si Marcos no hacía nada? ¿Y si todo aquello no servía para nada? Al menos se reuniría con su Carmen. Sin embargo, lo primero que sintió antes de que el humo lo durmiese, entre aquellos espasmos de tos, notó el espasmo de miedo. De pronto no quería morir. Pensaba en Sonia, en los pequeños, en Marcos. En Esperanza… ¿Qué había hecho? ¡Madre mía! ¡Qué locura había hecho! Y perdió la consciencia.
* * *

Marcos estaba como cada noche leyendo un cuento a Esperanza para que se durmiese pronto. Los pequeños necesitaban muchos cuidados ahora y al menos le mantenían la mente alerta. Se sentía mal. Jamás sería capaz de regresar a su mundo. No podría volver a hacer de bombero.

En esos pensamientos estaba cuando escuchó las sirenas y oyó la alerta. ¡No podía ser! ¡Era la casa de Ernesto! No lo pensó ni durante una fracción de segundo. Todo el miedo que había estado atenazado en su pecho se esfumó de golpe y un nuevo y renovado valor entró en él. Estaba aterrorizado y a la vez, una fuerza interior le impulsaba sin lugar a dudas.

     Llegó al lugar de los hechos a la vez que sus compañeros. Rápidamente se colocó uno de los monos y un casco. Siempre llevaban de más en el camión. Sin pensarlo un segundo entró en aquel infierno. Todo se complicó. La casa comenzó a ceder. Demasiadas vigas de madera. Demasiados años. Pero él no cesaría en el empeño. Lo salvaría como fuese. Entonces lo vio. Y comprendió. ¡Viejo cabezota! Lo cogió en brazos. Prácticamente no pesaba. Jamás estuvo seguro de qué paso. Juraría que la cosa se puso relativamente fácil una vez que encontró a Ernesto. Juraría que alguien le había ayudado. El caso, es que salió a aquel frío hermoso, salió a la noche abierta con Ernesto en sus brazos, abrazado a un retrato, y vivo.

     Rápidamente le aplicaron los primeros auxilios y le colocaron la máscara de oxígeno. Poco a poco, Ernesto abrió los ojos y una leve sonrisa afloró.

-Gracias Ernesto. Me ha salvado usted la vida.
-De nada nieto. Creo que ha sido al revés. Tú y Sonia me la habéis salvado a mí. Y no me refiero a esta noche.

Marcos le cogió la mano y subió con él a la ambulancia que acababa de llegar. Un nuevo comienzo les aguardaba a ambos. A partir de ahora, todo iría bien.


Violeta 

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