Jeremías
miraba totalmente hipnotizado el horizonte. Su aspecto dejaba mucho que desear,
como casi siempre. Su barba de tres días tenía un aspecto algo desaliñado y su
ropa necesitaba un lavado urgente. Tampoco le vendría mal un corte de pelo y
una comida decente.
Su último
trabajo había sido intenso y le apetecía mucho zambullirse en aquellas aguas
que veía frente a él. Sentado en la arena, descalzo, hundiendo sus pies en
ella, la tentación era cada vez mayor.
Sonrió
cuando se dio cuenta de que una señora alejaba a su pequeño del camino que
llevaba para así poder evitarlo. Tampoco podía juzgarla, tenía un aspecto
realmente espantoso. Pero era necesario a veces en su trabajo. Ello le permitía
acercarse mejor a determinado grupo de personas que tendían a desconfiar por
naturaleza.
De nuevo
observó las tranquilas aguas. Octubre, sin embargo hacía calor, demasiada calor
para llevar aquella venda sobre el pecho y la harapienta camisa encima. Cómo le
aliviaría poder quitarse la ropa y refrescarse en aquellas aguas. Pero
evidentemente, si hacía eso, lo complicaría todo.
Una
pequeña se acercó a él. Desconocía cuál iba a ser su siguiente trabajo, estaba
ansioso por saber, y en más de una ocasión su jefe se había acercado a él de
las maneras más imprevistas. A lo mejor esta pequeña era una especie de enlace.
La verdad es que su último trabajo había sido complicado pero lo había
disfrutado enormemente. El mundo de los indigentes es duro.
La pequeña
ya se había acercado lo suficiente como para cogerle de la manga de la camisa y
tirar de ella.
-
¿Señor?
-
Hola pequeña. ¿Puedo ayudarte en algo? ¿Estás sola?
-
Mi mamá se ha perdido. No sé dónde está.
Se fijó un poco mejor en
ella. Era evidente que había llorado. La pequeña tenía el rastro de las
lágrimas y esa humedad en la nariz. Qué curioso. Sus ojos… le eran familiares.
Esos hermosos ojos marrones, grandes e intensos, le suplicaban ayuda y le
miraban de forma descarada, fijos, queriendo leer sus secretos.
-
La encontraremos pequeña. Créeme, tengo un radar para las mamás
desaparecidas.
-
Gracias señor.
-
¿Dónde la viste la última vez? Imagino que aquí en la playa.
La pequeña asintió con la cabeza. Luego se detuvo y
señaló al mar.
-
No es la primera vez que se pierde- dijo muy seria.
Vaya por Dios, pensó Jeremías.
La pequeña se veía tan frágil. ¿Qué edad tendría? ¿Cuatro? ¿Cinco? ¿Estaría su
madre enferma?
-
¿Y tu padre? – le preguntó para distraerla.
-
La primera vez que mi mamá se perdió fue ahí- dijo señalando de nuevo
el mar.
-
¿En el agua?
-
Mi papá desapareció un día. Fue con su barquita a pescar y se perdió.
Mi mamá estuvo días y días mirando al mar. Estaba conmigo, sentada a mi lado,
pero no me hablaba ni me escuchaba. Se perdió.
Jeremías notó como se le
erizaba la piel. Pobre chiquilla y pobre mujer.
-
Pero tu mamá volvió a ser la misma, ¿verdad?
-
Sí. Pero no del todo. Estuvo perdida mucho tiempo. Luego volvió a ser
casi ella. Llora por las noches y está triste aunque siempre se ría y juegue
conmigo. Mi mamá echa mucho de menos a mi papá.
-
Y tú papá ¿no apareció nunca?
-
No.
Continuaron su camino y
Jeremías no dejaba de preguntar a la pequeña cada vez que veía a una mujer
joven. Pero sin obtener resultados. La cara de la pequeña se congestionaba cada
vez más y Jeremías no entendía porque no conseguía encontrarla, al fin y al
cabo, en su trabajo era muy frecuente encontrar personas.
De pronto la pequeña se
detuvo.
-
Aquí la vi la última vez. Subió a ésas rocas – le dijo señalando la
parte más alta de un acantilado.
Jeremías notó como todo su
cuerpo se tensaba. El maldito acantilado se había llevado a tanta gente durante
los últimos años que sinceramente no entendía como seguía pasando. Cómo era
posible que la gente se acercase tanto al borde como para eso.
-
Ella quería ver todo lo que pudiese del mar. – dijo de pronto la
pequeña.
-
Muy bien pequeña. Veamos, te vas a quedar aquí, y yo voy a subir ahí
arriba para ver si la localizo. ¿De acuerdo?
-
Pero si subes ahí a lo mejor tú también desapareces- volvió a insistir
la niña.
-
No. Créeme pequeña, yo no desapareceré. Por cierto, ¿cómo me dijiste
que te llamabas?
-
Gema.
Hermoso nombre para una niña
preciosa. Recordó su aspecto y tal vez por primera vez en mucho tiempo se
sintió un poco avergonzado. Ella parecía
una muñequita, y él, bueno, tenía un aspecto en verdad horrible. Había tenido
suerte de que no les hubiesen detenido ya, o algo así. Claro, que eso debía ser
gracias al jefe.
-
Ya regreso Gema. Por favor, confía en mí.
-
Vale. Te esperaré. No me moveré de aquí.
Jeremías comenzó su ascenso
por el acantilado. No quería ni pensar en que la madre de aquella pequeña
criatura hubiese caído por él.
Al llegar
arriba miró hacia el inmenso mar y sintió una extraña sensación en el estómago.
Curioso. Hoy en día no se asustaba con facilidad, pero si es cierto que hacía
unos años había sido muy distinto.
Miró en
todas las direcciones accesibles y no consiguió ver a nadie.
-
Por favor, Dios mío, ayúdame a encontrar a esa mujer. La pequeña la
necesita- rezó con toda su fuerza.
Probablemente Jeremías era
de las pocas personas que aún creían y confiaban en los milagros. Había visto
muchos en su vida.
Su mente voló al pasado,
cuando él también tenía una familia. Les perdió hacía tiempo, dejó de verles,
es más, durante mucho tiempo ni los recordaba. Poco a poco, y sin saber bien el
por qué, comenzó a tener recuerdos y todo fue regresando a su mente y a su
corazón. Pero ya era tarde, no podía volver con ellos. La pequeña Gema le
recordaba mucho a la que fue su esposa. Tenían un parecido asombroso. Sonrió
pensando en lo que habría sido tener descendencia y tener una nieta como Gema.
Se imaginaba a sí mismo ejerciendo como abuelo. Por favor, si sólo tenía
cuarenta y dos años. ¿Cómo podía ponerse a pensar eso?
Miró para todos lados y ya
casi estaba a punto de bajar cuando le pareció ver algo o alguien más abajo,
contra algunas rocas. Efectivamente, así era. Al fijarse mejor, comprobó
horrorizado que se trataba de una joven, inmóvil.
Rápidamente se acercó a
ella. Para ello tuvo que empezar a descender por las piedras a las que tenía
acceso. El descenso era peligroso, aunque no para él. Él había realizado
hazañas mucho más complicadas, pocas cosas podían dañarle ya. Por ello, siguió
en su descenso, rezando interiormente para que la pequeña le hubiese obedecido
y permaneciese donde él la dejó.
Ya casi estaba junto al
cuerpo pero le faltaban aproximadamente dos metros para llegar. No podía
acercarse de otra forma. Por ello, cerró los ojos concentrándose en su tarea y…
dio un salto al vacío. Al caer notó el calor en el cuerpo que acababa de tocar.
¡Menos mal! ¡Estaba inconsciente, pero viva!
Le tocó el pulso. Su latido
era lento pero regular. Ahora solo tenía que sacarla de allí y eso sabía muy
bien cómo hacerlo. De nuevo, cerró los ojos y se concentró en lo que tenía que
hacer. Sostuvo a la joven lo mejor posible. Se parecía increíblemente a la
pequeña Gema. Estaba claro, debía ser su madre.
Poco a poco portando el
cuerpo caído de la joven, empezó a subir de nuevo. Fue difícil para no golpear
a la joven en el ascenso, pero lo consiguió. Al llegar arriba observó aliviado
que no había nadie que pudiese verle. Menos mal. Tendría que dar explicaciones
y eso supondría desaparecer durante un tiempo. Sólo había una personita allí.
Gema. Le miraba con los ojos muy abiertos, como si él fuese el héroe de una
película de ficción.
-
¿Mamá?- acertó a preguntar.
-
Creo que sí. Ayúdame tesoro. Tenemos que ver como está. Llamaremos a
los servicios de urgencia.
-
Mi mamá no trae móvil.
-
Pero yo sí.
Jeremías cogió el teléfono y
marcó directamente al hospital más cercano. Sabía lo que tenía que hacer. Ya lo
tenía claro.
-
Gema, cariño. Ahora van a venir unos señores a ayudar a mamá. Debes
permanecer junto a ella sin moverte y ésta vez has de hacerme caso. ¿De
acuerdo?
-
Sí. ¿Se pondrá bien? ¿Dónde vas tú?
-
He de hacer algo muy importante. Pero tranquila, todo saldrá bien. Si
me necesitas, estaré aquí. Te lo prometo. Confía en mi cariño.
En ésos momentos empezaron a
escucharse ruidos. Sirenas, gente que llegaba. ¡Qué rapidez! Gema se asustó un
poco y se agarró más fuerte a su madre que comenzaba a recuperar el
conocimiento. No veía a Jeremías por ningún lado. ¿Dónde estaba?
Pronto las llevaron a ambas
en un helicóptero al hospital. Por suerte, Alba, la madre de Gema estaba bien.
Sólo confundida, asustada y tremendamente arrepentida. Pasaba tanto tiempo
mirando al mar y echando de menos al que un día desapareció, que se había
olvidado de que su pequeña sí que estaba y la necesitaba.
Últimamente se olvidaba de
comer. Cuando se dio cuenta había sufrido un desmayo, de la forma más tonta y
notó como caía. Suerte que no se había matado. Pobre Gema. Podría haberse
quedado sin ambos padres.
Y para colmo, la pobre Gema
había terminado inventado historias sobre héroes harapientos. Algo sobre un
hombre que la había sacado del acantilado. Menuda tontería. Si hubiese caído
por aquél lugar, no lo habría contado. Seguro.
Una llamada de teléfono la
sorprendió. Ella no llevaba móvil. Qué raro. ¿De quién era aquél teléfono? No
importaba. Identificó el número de su casa y automáticamente contestó.
-
¿Hija?
-
¿Mamá?
-
¡Hija! ¿Dónde estás? Has de venir a casa lo más rápido posible.
-
No puedo mamá. ¿Ocurre algo? He tenido un pequeño accidente. Estoy
bien, pero no me van a dejar salir de aquí en un rato. Seguro. Iba a llamarte para
que vinieses a acompañar a Gema.
-
Alba, quiero que me escuches. Que me prestes atención hija. Voy para
allá, pero no voy sola. Se que no me vas a creer, pero prefiero avisarte antes
de que le veas. Alvaro no murió en aquel
accidente. Está aquí conmigo.
-
¡Qué!
-
Al parecer tuvo un accidente en el mar. Perdió la memoria. Por eso no
ha podido volver antes. Acaba de recuperarla. ¡Alba! ¡Álvaro está vivo! ¡Está
bien!
Alba no
escuchaba. Lloraba con toda la intensidad que le permitía su cuerpo. Su amado
Alvaro estaba bien. Gema la miraba sonriendo, no estaba segura de qué pasaba,
pero tenía que ser algo muy bueno.
En ése momento, un señor muy amable y bien vestido se acercó a la
pequeña y le dio la mano. Nadie vio nada raro, ni siquiera su madre que en ese
momento estaba en estado de shock. Poco a poco la retiró de los demás.
-
Todo va a ir bien Gema. Confía en mí. Sé lo que me hago. Cuida muy bien
de tus padres, pequeña, son un regalo.
-
¿Quién eres?
-
Alguien que te quiere mucho.
A continuación Jeremías se
alejó. Se alejó mucho. Se dirigió a su casa, a un lugar seguro. Por fin podía
quitarse las vendas y así lo hizo, liberando sus dos grandes y hermosas alas
blancas de ángel.
-
Oh Señor. Cada día adoro más mi trabajo- exclamó satisfecho en voz
alta.
Mientras, una familia se
recuperaba de un duro trance a base de mucho amor. La pequeña Gema ayudaba a su
abuela a preparar un pastel para su recién llegado padre cuando por casualidad
vio una fotografía muy antigua de un señor muy guapo. ¡Jeremías!
-
Abuelita, ¿quién es este señor? ¿Dónde vive?
-
Es tu tatarabuelo Gema. Murió hace mucho. Pobre. Murió joven, un día se
perdió en el mar, junto al acantilado. Era muy buena persona. Un ángel, diría
yo. Que el Señor lo tenga en su gloria.
Gema pensó si contarle a su
abuela lo ocurrido en el acantilado, pero luego recordó las palabras de
Jeremías pidiéndole confianza. Sin saber por qué, lo imaginó con dos grandes
alas. Como un auténtico ángel. Sería hermoso ¿verdad? Un ángel auténtico que
cuidaba de ella y también de su mamá y su papá. Sí. Sería muy hermoso.
Aquella noche tuvo hermosos
sueños con seres alados y durmió muy bien. A la siguiente mañana se despertó
recordando a un indigente que había ayudado a su madre. No recordaba su nombre
ni su aspecto, pero sí su ropa pobre y su buen corazón. Estudiaría mucho y
cuando fuese mayor, ayudaría a los más necesitados.
Cuando creció, se convirtió
en todo un símbolo de la lucha contra la opresión y la marginación. Mientras,
su ángel personal, la observaba orgulloso. Siempre le gustó la pequeña Gema.
Violeta
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