En pocos
momentos de mi vida he sentido tanta
frustración como en aquél en el que me hallaba totalmente inmersa.
Me llamo
Rosa. Menuda ironía. Tengo nombre de flor y voy a morir a manos de una orquídea
de inmensas dimensiones que tiene como hobby cargarse a la gente.
Pero es
probable que en este instante penséis que he perdido la razón. Por ello, voy a
empezar desde el principio y para eso es necesario retroceder en el tiempo un
par de semanas aproximadamente.
Trabajo en
un laboratorio. Soy una adulta de treinta y cinco años, casada, y madre de una
hermosa niña de nueve años llamada Azucena.
Desde hace
ya muchas generaciones, ni siquiera estoy segura de cuántas puedan ser, en mi
familia se sigue una tradición. A la primera hija que nace se le pone nombre de
flor. ¿Por qué? Pues no tengo ni idea. Lo cierto y verdad es que mi madre se
llama Violeta, mi abuela, Margarita, mi bisabuela Narcisa… y así podría seguir,
pero estoy segura de que os aburriría enormemente.
Es evidente
que yo he seguido la tradición. Mi pequeña Azucena así lo certifica. Pues bien.
Mi hija a su corta edad ya muestra señales de ser una enamorada de la
naturaleza y de la jardinería.
Como ya
mencioné con anterioridad, trabajo en un laboratorio donde preparamos entre
otros productos abono orgánico para plantas. Trabajamos en un sistema de abono
bueno para el ecosistema y excelente para las plantas. Está cientificamente
probada su eficacia y hasta ahora no nos había dado motivos para pensar que no
pudiese salir pronto al mercado.
Hasta el
otro día. Resulta que tenemos varias plantas en el laboratorio con las que
llevamos a cabo los distintos experimentos. Entre ellas, pensamientos,
crisantemos y algunas variedades de orquídeas.
Pues bien.
El crecimiento es tan vertiginoso que hemos tenido que ir ajustando las dosis
cada vez más. En el caso de los pensamientos y crisantemos, han alcanzado un
tamaño considerable. Digamos que si la longitud media de la altura de la planta
puede oscilar entre diez y veinte centímetros, han llegado a alcanzar el medio
metro.
El
díametro de la flor ha pasado también de aproxidamente tres o cuatro
centímetros en el caso del pensamiento y seis o siete en el del crisantemo, a
unos quince centímetros en el primero y casi veinte en el segundo.
Pero la
orquídea ha sido otra cosa. En el caso de la orquídea la planta comenzó a
empequeñecer. Es cierto que existen multitud de variedades de orquídeas
procedentes de distintos paises. Algunas necesitan calor, otras más bien
fresco. Ésta era una variedad que necesita entre 5 y 7º C para encontrarse en
óptimas condiciones. Lo mismo, en ella, el abono no da el mismo resultado, pero
lo cierto es que menudo susto nos dio. Empezó a disminuir su tamaño, de una
forma casi imperceptible en los dos primeros días y de una manera algo más
visible durante el tercer y cuarto día.
La
sorpresa nos la llevamos al quinto día. Le aumentamos tanto la dosis que de
pronto paralizó su encogimiento y poco a poco fue adquiriendo su tamaño normal.
Ello nos produjo una gran alegría por una parte, por otra, estaba claro que
había que seguir el experimento pues el abono no afectaba por igual a todas las
clases de plantas.
Esta
orquídea era una especie un poco rara, hubo quien en el laboratorio llegó a
insinuar que tenía como prima hermana a una especie de planta carnívora. Este
tipo de plantas no la abonamos, pues su comportamiento es diferente. Pero
nuestra indefensa e inofensiva orquídea blanca sí fue sujeto de pruebas.
Curiosamente,
a la semana de haberle modificado la dosis del abono, su color comenzó a
volverse algo más oscuro, una especie de marfil que se tornó en beige al cabo
de dos días y su tamaño también aumentó. Bastante. La orquídea llegó a tener la
altura de un pequeño arbusto y el diámetro de su flor podía tener unos
cincuenta centímetros.
Dejamos de
abonarla. Pero aún así, la pequeñita e indefensa planta de unos días antes
parecía haber cobrado vida propia y haber guardado en sus reservas preveiendo
un posible corte en el suministro. Sí, ríanse, pero les aseguro que de sus
hojas colgaban una especie de saquitos y al abrir uno de ellos comprobamos
estupefactos que estaba repleto de abono.
A los
nueve días su color se había vuelto marrón oscuro y hubo que sacarla del
laboratorio. Alcalzó un tamaño nada despreciable de aproximadamente dos metros
de altura y un diámetro en la flor de un metro de longitud.
Del centro
de la planta salieron una especie de brazos que pensamos que podían ser
pistilos, pero no, nada más lejos de la realidad. Eran lo que parecían, brazos.
No humanos, evidentemente, pero sí eran unas especies de cuerdas que colgaban
inertes.
Metimos la
planta en una sala independiente y la custodiamos. La aislamos e intentamos
abrir un nuevo saco con el consabido peligro que ello conllevó. El valiente que
hizo el intento fue impregnado de una sustancia viscosa que lo aturdió e hizo
que perdiese el conocimiento. Al analizar esa sustancia comprobamos
horrorizados que era una variedad diferente de nuestro abono. Ahora no era
bueno para el ecosistema, ahora era realmente tóxico para el ser humano.
La
orquídea se volvió grisácea y su altura y diámetro se duplicó. En estos
momentos angustiosos tuvimos que recurrir a las altas esferas. A nuestro
laboratorio llegaron un montón de gente importante que nos miraba como si
fuésemos estúpidos, ignorantes o vete tú a saber. Nos miraban por encima del
hombro y yo ciertamente temí que alguno se diese de bruces con algo, o peor, en
una muestra de superioridad se acercasen demasiado a la orquídea y sirviesen de
aperitivo.
Pero la
cosa no quedó ahí. Nos alejaron de ella, nos ignoraron por completo.A nuestros
oidos llegó la noticia de que la hermosa orquídea era ahora de un color
grisáceo oscuro intenso con motas rojas en su interior. Sus brazos se habían
vuelto fuertes, y el personal tenía miedo a acercarse a ella.
No sé de
qué forma lo hicieron, pero consiguieron cortar un trozo de uno de ellos y
probaron a analizarlo. Al no poder diseccionarlo, decidieron quemarlo para
asegurarse qué producto sería mejor si tenían que recurrir a él, pues la planta
seguía creciendo y existía el rumor de que faltaba personal. Digamos que tal
vez habían desaparecido por engullición.
Pero el
brazo de la orquídea no se podía quemar. Al contrario, al intentar quemarlo
ésta empezaba a despedir una especie de gas tóxico que hizo que el aire se
consumiese, el fuego se extinguiese y tres operarios cayesen redondos al suelo.
¡Menuda se
había liado!
La
preocupación era máxima e inevitablemente yo hice el correspondiente comentario
en casa. Mi marido es un hombre muy racional y tiende a aconsejar de forma
sencilla y sobre todo, efectiva. En este caso, no tenía ni idea de qué hacer.
Pero
claro, la providencia provee, pensaran algunos. Mira por dónde, mi pequeña
Azucena estaba escuchando la conversación y decidió intervenir.
-Pues no regadla mami. Todas las plantas necesitan agua- me dice tan
tranquila.
-Cariño, hemos dejado de regarla. Pero tiene reservas, o eso pensamos.
-Y ¿dónde está plantado semejante monstruo?
-Directamente en el suelo del laboratorio. Ha roto el pavimento y se ha
“plantado” en la tierra. Del tirón- le explico.
-Pues lo tenéis difícil. ¿Y no se quema?
-Emite gases si la quemamos.
-Pues congeladla.
-¿Congelarla? – la verdad, me hizo pensar.
-Claro, si normalmente necesita fresquito para vivir, debería odiar el
calor, pero por lo visto le gusta. Pues darle más fresquito del que quiere, a
ver qué hace.
¡Dios mío! ¡Mi enana es una listilla maravillosa!
Al día
siguiente solicité tener una entrevista con el jefe del departamento para darle
mi opinión. No veáis que trabajito que me recibiera. Pero al final, lo
conseguí.
El jefe de
departamento era un hombre bajito, con pelo blanco, gafas, bigote y algo
metidito en carnes. Solía hablar y mirarte a la vez por encima de las gafas.
-¡Está usted loca! ¡Congelarla! ¡Queremos estudiarla, no matarla!
-Pero señor, su tamaño se ha vuelto… preocupante. En cuanto al peligro
que ello conlleva.
-Tonterías. Habladurías. Hay gente que se ha asustado, se ha largado sin
más, y se ha corrido el rumor conveniente de que la planta se los tragó.
-Puede ser señor. Usted verá.
No volví a verle, pero al
día siguiente de nuestra conversación aparecieron unas gafas y unos pelos
blancos sospechosamente familiares al lado de la orquídea, que ya había vuelto
a cambiar de color. Ahora volvía a ser blanca, pero ya empujaba el techo.
Bueno, soy madre. Y no voy a
permitir que una plantita abonada se coma a nadie más. Así que ni corta ni
perezosa trazamos un plan entre algunos compañeros y yo para entrar a
escondidas y congelar la planta. Lo mismo nos llevábamos un chasco, pero lo
mismo resultaba.
Como no podíamos llegar a
ella por tierra, lo intentamos por aire. Uno de mis compañeros tenía un cuñado
que se dedicaba a arreglar antenas y estaba muy acostumbrado a subir a los
tejados. Se subió al tejado y con una especie de taladradora cónica hizo un
orificio lo suficientemente pequeño para introducir un tubo por el que
comenzamos a echar nitrógeno líquido.
¡Guau! ¡Menudo espectáculo!
Pensé que volábamos el laboratorio por los aires. La planta empezó a emitir un
sonido, una especie de pitido desagradable que se introducía en el oído y te
causaba mareos. Pero nosotros seguimos. Uno fue a buscar tapones y se trajo los
tapones y unas orejeras. Si alguien se mareaba, otro le sustituía.
Hasta que cesó el pitido.
Dejamos el nitrógeno líquido puesto y nos fuimos a dormir. Al día siguiente muy
temprano, uno de ellos fue y retiró el artefacto. En el interior del habitáculo
no se podía observar nada.
¡Menudo revuelo se montó!
Todos corrieron cuando al día siguiente se abrieron las puertas del laboratorio
y la planta no estaba. ¿Qué había ocurrido? En el laboratorio estaba el jefe
del departamento y cuatro compañeros más, semiinconscientes, aturdidos,
semicongelados y en posición fetal en el suelo. Entre ellos, una pequeña
plantita, diminuta, de unos diez centímetros de altura. Mi hija tenía razón,
era tan rara que la dañó precisamente lo que habría de gustarle. El frío.
Por supuesto, nadie contó lo
sucedido, pero el abono se eliminó por completo. No podíamos confiar en que no
lo aplicasen a alguna especie de orquídea exótica, o lo que es peor,
directamente sobre alguna planta carnívora. Menuda masacre.
Todo volvió a la normalidad
y se hizo la vista gorda de lo que había pasado. A mis compañeros y a mí, nos
subieron el sueldo, creo que el jefe de departamento habló muy bien de
nosotros.
Hoy por hoy estamos
tranquilos y felices. Menos mal. Además, tengo tráfico de influencias y me he
guardado unas botellitas de abono en casa, porque no tenemos orquídeas en ella.
Menos mal.
(A unos tres kilómetros de allí:
-Mira papá, una compañera de clase me ha regalado una botellita de este
abono. Dice que es muy bueno, que lo prepara su madre en un laboratorio y que
es genial para nuestras margaritas raras.
-No son margaritas hijo, son unas orquídeas exóticas muy especiales. Hay
quien dice que son primas de unas plantas carnívoras.
-¡Qué guay! ¿cuánto le echamos?
-Échale bastante, todo el que puedas. Están muy pequeñitas, a ver si
conseguimos que crezcan un poquitín. )
Moraleja: Nunca dejes los productos químicos y/o peligrosos
al alcance de los niños.
Violeta
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