Cuentan que los antiguos egipcios conocían
que el cielo estaba sostenido por pilares de papiro, ya que esta planta surgió
del pantano donde nació el propio dios Ra. Para que quedase constancia clara de
ello, adornaban las columnas de sus grandes templos inspirándose en esta
planta, de ahí, las columnas papiriformes que sostienen el templo como si del
universo se tratase…
Iris
quería demostrar a toda costa a su hermano que no le mentía. Por ello ya
llevaba la mitad del jardín escarbado. Casi había hundido de nuevo la azada en
la tierra a fin de conseguir su propósito cuando vio cómo un escarabajo emergía
e intentaba huir de allí.
Colocó
la azada delante de tal forma que el pequeño insecto pudiese subir. Se negaba,
pero ella insistió. Observó a su alrededor y cogió una hoja caída. Su tacto era
seguro menos frío que el metal de la
azada. Lo colocó ante el pequeño escarabajo verde y consiguió que se subiese a
ella. Luego, lo depositó a salvo entre el resto de hojas entre las plantas de
colores.
Aquél
verano estaba siendo prolífero en este tipo de coleópteros. Ya llevaba varios
días en que encontraba multitud de escarabajos e intentaba ponerlos todos a
salvo. Una vez que lo hubo conseguido se quedó un momento parada en el tiempo,
pensativa. Una imagen extraña vino a su mente. Se vio a sí misma de niña junto
a una anciana que le sonreía y le decía:
-El escarabajo verde es el disfraz que adopta el Dios Ra, mi
pequeña. Al igual que ese bichito pequeño, el Dios Ra también hace girar y
girar el sol de un lado al otro del firmamento para que a todos nos llegue su
calorcito.
¿De
dónde había venido eso? Uy, uy. No podía irse de marcha con los amigos. La
bebida de la noche anterior le estaba causando estragos, aunque la verdad, no
había bebido tanto. No le apetecía tomar nada. Al menos, nada con alcohol y
terminó tomando zumos.
Qué
curioso. De pronto la azada tocó algo duro. Ajá. Sabía que Ernesto estaba
pasándose de la raya, metiéndose con ella porque ella ya era mayor y no tenía
buena memoria. Sí claro, a sus veintinueve años era mayor. Pues vaya. En pocas
horas iba a cumplir treinta. Otra década.
Empezó
a escarbar de nuevo alrededor de aquel objeto duro que había tocado con la
punta de la azada. Ernesto seguía diciendo que jamás enterraron nada de
pequeños en el jardín. Ella recordaba claramente como un día enterraron juntos
su caja de secretos. Eran mellizos. Jugaban juntos y les gustaban muchas cosas
en común, al menos de pequeños. Ahora, conforme el tiempo iba avanzando se
habían ido distanciando un poco.
-Aquí estás.
Feliz
sacó una pequeña caja enterrada. ¡Qué bonita era! No la recordaba tan bonita.
Era una caja triangular de madera con muchos cuadraditos tallados y cubiertos
de colores. Rojo, amarillo, azul y verde la decoraban. En el centro había un
dibujo. Parecía una planta. La caja con su forma triangular no era regular. Sus
lados tenían unos quince x veinte x veinticinco centímetros. No recordaba esa
forma tan rara.
De
nuevo, un supuesto recuerdo vino a ella.
-Guarda aquí tus tesoros pequeña- repetía aquella anciana voz
femenina- tiene la dimensión 3,4,5. El triángulo sagrado.
¿Qué? ¿El triángulo sagrado? Felipe
tuvo que cargar bien anoche el único cubata que se había tomado.
Conteniendo
la respiración, tomó la tapa y la abrió. En su interior había canicas, cromos,
un trozo de tela de una camisa de Ernesto, su hermano, y… ¡qué bonito! ¿Cómo no
recordaba aquél objeto? Lo cogió y lo sacó a la luz para observarlo mejor. Era
espléndido. Una especie de mango, como la empuñadura de un puñal estaba en sus
manos. Era de un color verde hierba muy bonito. En el lugar donde terminaba el
mango y supuestamente tendría que estar una hoja de metal o algo así, el objeto
terminaba en una especie de triangulo aplanado
con unas hojas talladas.
Nuevos
recuerdos vinieron a su mente y empezó a vislumbrar columnas con aquella forma
y mucha agua. Olía a hierba, a humedad, a juncos…
-¡Iris! ¡Iris, despierta!
-¿Eh? ¿Qué ocurre?
-No lo sé. Venía a burlarme de ti y tus agujeros en el jardín
y te he visto aquí en el suelo tumbada. Te has desmayado. ¿Te encuentras bien?
-Creo que sí. He tenido un sueño muy raro.
Ernesto la observó.
-Es curioso. No se te ve pálida. Al contrario, estás
deslumbrante. Tienes un brillo en la piel increible.
-Gracias querido. Me sienta bien cumplir años- bromeó Iris.
-¡La has encontrado! Pero… ¡un momento! ¡Es espectacular!
Ernesto
cogió el objeto de manos de Iris y lo observó boquiabierto. Luego miró la caja
que lo contenía y miró a Iris alucinado.
-No recuerdo estos objetos.
-Yo recuerdo la caja- le respondió ella- pero este mango sin
hoja no lo recuerdo.
-¿Mango sin hoja? No hermanita. Es un “menhit” Un cetro de
papiro. Yo diría que es muy antiguo.
Ernesto
era un enamorado del antiguo Egipto. Siempre adoró todo lo relacionado con él y
se dedicaba a su estudio. Trabajaba en un museo como conservador y era feliz
con su trabajo. Lo adoraba. Su esposa, Carmen, siempre le bromeaba diciéndole
que le era infiel con las momias que allí había, porque pasaba más tiempo en el
museo que en casa.
-¿Iris? ¿Tú lo recuerdas?
-No. La verdad. Sólo quería darte una lección. No soy tan
vieja para no recordar que enterramos esto aquí. Aunque ahora que lo pienso, tú
tienes la misma edad que yo. ¿Un cetro de papiro?
-Sí. Se utilizaba como amuleto. Muestra el tallo y el brote
del papiro como símbolo natural de la vida.
-Vaya.
-Y la caja. Tiene la dimensión 3,4,5. Fíjate. Medirá
aproximadamente quince x veinte x veinticinco centímetros. Si divides estas
medidas por cinco, dan una equivalencia 3,4,5. Igual que las pirámides egipcias
y el triángulo sagrado.
-Tú y tu Egipto.
La
joven Iris lo miró sonriendo. Pero Ernesto la miraba absorto. La piel de Iris
resplandecía como nunca. Estaba hermosa y serena. Ella que siempre era un
manojo de nervios desaliñado.
-Voy a tapar estos agujeros. Dame mi cetro hermano, creo que
es mío. Luego me voy a dormir, estoy cansada.
Iris
entró en la casa y con cuidado lavó muy bien el cetro. Luego, terminó de
lavarse las manos. Tuvo una especie de impulso y antes de tenderse a descansar
en el sofá se dirigió a Ernesto y le dio un fuerte abrazo. Hacía mucho tiempo
que no tenía un gesto así, tan espontáneo. Pero por algún motivo era una
necesidad imperiosa.
-¡Uy, que me estrujas! ¡Ni que no fueses a verme más! ¡Qué
barbaridad!- dijo un encantado Ernesto achuchando cariñosamente a su hermana.
-No te librarás tan fácilmente de mí. Voy a descansar un poco
y luego taparé todos esos agujeros. Dentro de un par de horas más o menos
seremos más mayores.
-Sí, pero yo envejezco mejor que tú.
Ernesto
bromeaba pero a la vez estaba intrigado. Iris siempre había sido muy guapa,
pero ahora, estaba deslumbrante por segundos.
Iris
se durmió plácidamente en el sofá y Ernesto se dirigió a su biblioteca
particular. Aunque tenía su propia casa donde tenía todos sus libros
maravillosos, en casa de sus padres conservaba aún algunos. Entonces lo vio. El
libro dedicado a las divinidades egipcias. Comenzó a buscar en él y vio una
fotografía del cetro. Era idéntico al de Iris. El texto explicaba que este
cetro aparece asociado en multitud de ocasiones a diosas como Hathor, Bastet,
Sekhmet y Neith. ¿Cómo habría podido llegar un objeto tan importante y de tanto
valor a manos de una niña? Él no lo recordaba y sin duda, lo recordaría. Su
amor por Egipto venía desde pequeño.
Iris
tuvo sueños inquietantes donde se veía a sí misma vestida con una especie de
túnica en color lavanda. En el cuello tenía un “usej” o dicho de otra manera,
un collar egipcio. Su cabello era largo y negro y estaba tejido con una especie
de trencitas muy finas. Una hermosa diadema lo adornaba. Sus ojos maquillados
con khol. Se encontraba tumbada en un diván y desde el mismo tenía una
espléndida visión del Nilo. El olor a papiro impregnaba el ambiente.
-Iris, Iris, hija, ¿estás bien?
-¿Mamá?
-Te has dormido.
-He tenido un sueño muy hermoso.
-Con Egipto ¿verdad?
-¿Cómo lo sabes?
-Porque ha llegado el momento de que continúes con el destino
para el que naciste, mi pequeña- respondió su madre con lágrimas en los ojos.
-No entiendo.
-Yo te lo explicaré hermana- intervino Ernesto-. Eres una
descendiente directa de una gran sacerdotisa del antiguo Egipto. El cetro es un
amuleto que simboliza justo lo que tú eres, alegría, juventud, florecimiento…
deberías verte ahora mismo. Estás resplandeciente. Durante generaciones las
sacerdotisas de generación en generación han ido cuidando del templo del
papiro. Nacéis en cualquier lugar del mundo, a veces como en tu caso, podéis
incluso tener un mellizo. En este caso yo. Supuestamente, yo habría sido hijo
único, pero el destino quiso que nacieses en esta casa, en este lugar. Por eso
imagino que adoro tanto Egipto. Cuando cumplís los treinta años, de nuevo
el número 3, vuestros recuerdos de vidas
anteriores vuelven y vuestra misión se os manifiesta.
-Entonces, ¿tendré que irme de aquí?
-No hay otra alternativa si quieres continuar con tu destino.
– alegó su madre-. Yo creí que era la elegida por una historia que me contó mi
bisabuela, pero eres tú.
-Necesito hacerlo mamá. Lo necesito Ernesto. No puedo
explicarlo, pero tengo una necesidad de volver a mis orígenes o lo que sean.
-Es normal. Es la llamada. Estoy orgullosa de ti, te echaré
de menos, aunque te visitaré cuando me dejen. Soy hombre, no estoy seguro de
que me dejen verte.
-Bueno, se supone que yo mando, así que te dejaré visitarme
siempre que quieras y yo vendré siempre que pueda.
Y así
fue como Iris pudo por fin entender el misterio de la caja, los escarabajos y
sus extraños sueños que formaban parte de otra vida anterior. Hay quien dice
que hoy en día ya no existen las antiguas sacerdotisas y que los templos no son
más que restos de lo que hubo, pero lo que nadie sabe es que en algún lugar de
Egipto, oculto a la vista de todos, se encuentra el Templo del Papiro, donde la
sacerdotisa Iris vigila para que el mundo rejuvenezca y se prepare para renacer
en el más allá.
Violeta
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